Las razones de estado son, esencialmente, aquellas acciones realizadas por instrucción y bajo operación de las instituciones gubernamentales, necesarias y extraordinarias, cuya finalidad es preservar al Estado. Este término ha sido empleado desde los tiempos de Nicolás Maquiavelo, padre del concepto de
Estado, que impera un valor superior a todos los demás, a los derechos individuales o colectivos o, incluso, hasta la ley y la Constitución.
Bajo este concepto, los gobernantes han ejercido un poder omnímodo y casi ilimitado, disponiendo de vidas, propiedades, instituciones, conceptos y leyes, para lograr algún resultado que, en esencia, salvaguarde la integridad del Estado, aún y cuando ello pueda llegar a ser jurídica, social y moralmente reprochable. La justificación para su realización implica, necesariamente, sobre poner al Estado sobre cualquier otro bien.
En el mundo idílico, esta apreciación implicaría que existe una concepción de valoración relacionada con el “mal menor” y que, por propia naturaleza, representa el “beneficio para más”; sin embargo, la experiencia histórica nos ha demostrado que bajo el argumento de “la razón de estado” se han perpetrado los actos más atroces y deleznables de la historia de la humanidad.
Genocidios, dictaduras, guerras, desplazamientos, pauperización y hambrunas, han tenido su origen en una pseudo “razón de estado” que, lejos de beneficiar, perjudicó a las mayorías, pues desataron una desestabilización tal que afectó negativamente a toda la población, pues prevaleció el caos y se desestimaron los derechos más fundamentales de los seres humanos.
Estigmatizar la razón de estado desde el gobierno es, por decir lo menos, una irresponsabilidad, pues inevitablemente se presentarán situaciones que imperarán la toma de decisiones rápidas que evalúen y determinen “el mal menor” para la población, en primer lugar, y para las instituciones e intereses generales, en segundo. Quien gobierna y peca de ingenuidad, condena al pueblo al que sirve al abandono y a la inestabilidad; pues apostar a la racionalidad, sensatez y objetividad en un país convulso por la delincuencia, por las amenazas externas, terrorismo y el miedo, no es otra cosa que desconocer lo que es el gobernar, su importancia y trascendencia para el Estado al que sirve.
Los gobernantes están condenados a ejercer el poder y cumplir el principal objetivo del Estado que es brindar seguridad a su población, aún a costa de su popularidad y hasta de su conciencia, pues el principal valor que debe salvaguardar es la integridad de las personas a las que sirve. Si para ello debe sacrificar su popularidad, sus añoranzas de trascendencia o hasta su conciencia, se hará en pos del bienestar general. No hacerlo implica irresponsabilidad y un egoísmo que no es acorde a los talantes y arrestos de algún servidor público verdaderamente comprometido con su función, ni mucho menos, con quien, para arribar a las más altas esferas del poder público, ofreció reivindicar las causas más justas de la sociedad y, sobre todo, reencausar al país hacia la ruta de la transparencia y el bienestar.
@AndresAguileraM