Son las diez de la mañana. Juan ha terminado su encomienda en el crucero complejo de la Ciudad de México. Durante ese tiempo sus oídos quedaron atrofiados por el ruido de motores y bocinas ensordecedoras que hacían sonar automovilistas desesperados por avanzar hacia sus destinos; al tiempo que —en el mejor de los casos— ignoraban sus indicaciones, le insultaban y aventaban los carros poniendo en riesgo su integridad, como si su condición de persona no importara por el hecho de portar el uniforme.
Se mueve de lugar. El Jefe de Sector, a falta de elementos, los ha encomendado —a él y a su compañera María— a realizar labor de patrullaje por alguna de las colonias circundantes al Centro Histórico y que presenta alto índice de delincuencia, en particular en robo con violencia a transeúnte. Juan se encomienda a todos los “santos” a los que su esposa e hijos rezan, para que pueda concluir la misión sin mayor contratiempo.
Sus plegarias no son escuchadas. Una señora aturdida, severamente golpeada, se acerca corriendo a ellos diciendo que había sufrido un asalto e indica la ruta que tomaron los agresores. Él y María ubican a un grupo de tres personas, identificadas previamente por la señora y, en cumplimiento de su deber, proceden a la persecución. Les dan alcance en una vecindad en donde son recibidos por los vecinos quienes, con golpes y palos, tratan de evitar la detención. Sin embargo, y pese a no contar con el entrenamiento especializado, logran detenerlos y, entre gritos y sombrerazos, los sacan de la vecindad y los trasladan a la Agencia del Ministerio Público que, afortunadamente se encontraba a unas cuadras del lugar.
Lo ponen a disposición del agente de la barandilla y proceden a realizar su informe. Mientras esto ocurre, los detenidos, por consejo de su asesor legal, los acusan de haber ejercido fuerza desmedida y haber puesto en peligro sus vidas. El Agente del Ministerio Público da cuenta de ello y procede a interrogar a Juan y María.
Sin asistencia legal o apoyo de sus superiores, comparecen ante la autoridad quien transcribe todos los dichos de los detenidos y, al no contar con una capacitación adecuada para comparecer ante las autoridades, se asientan indebidamente los hechos a modo de parte policiaca y, por deficiencias en la detención, los agresores son puestos en libertad, en tanto que Juan y María, son detenidos para desahogar diligencias derivadas de la acusación que les imputaron.
Pasan lo que les queda del turno en la Agencia del Ministerio Público, sin que se defina su situación legal. Al no presentarse a entregar arma, uniforme y firmar salida, el Jefe de Sector ordena su búsqueda. Algunos de sus compañeros, precisan que los vieron en la Agencia el Ministerio Público. Presto, el Jefe de Sector acude —nuevamente por falta de personal— a ver la situación legal de Juan y María. Después de una ardua discusión con el encargado de la mesa y el titular de la Agencia, son puestos en libertad y trasladados a la sede donde el Jefe elaborará un reporte sobre los hechos ocurridos.
Así —en nuestro relato hipotético— transcurrieron 26 horas en las que, sin descanso, pausas, comidas, asistencia o apoyo, vivieron dos policías de la Ciudad de México y que —desgraciadamente— podrían ser el día a día de cualquiera de los más de 80 mil elementos que conforman la Policía de la Ciudad de México o de cualquier otra corporación del país.
@AndresAguileraM