Desde hace poco más de diez años que tengo la oportunidad de escribir para este gran diario, he referido en innumerables ocasiones
a la obligación primigenia, fundamental y fundacional del Estado para brindar seguridad a las personas que lo conforman.
En síntesis: la seguridad es motivo de creación y permanencia del Estado; si deja de cumplir con esta función, independientemente de la razón que imponga para ello, deja de ser un mecanismo útil para la gente y, por el contrario, al no hacerlo, es un instrumento de sometimiento que carece de legitimidad alguna y, por el contrario, somete la libertad de las personas sin que para ello exista algún fin valioso. Podrá ser el “ogro filantrópico” como lo calificaba Octavio Paz, o bien el “estado policía” del que los de la escuela del nuevo liberalismo escribieron prolíferamente, en todos los casos, la única obligación que prevalece es, precisamente brindar seguridad a la gente.
Ahora bien, en la década que tengo de poder compartir con ustedes reflexiones semanales sobre diversos temas, muchos de ellos sumamente generales y otros más específicos, la seguridad ha sido uno recurrente, en el que he dado cuenta sobre mi percepción de esta situación en nuestro querido México.
Me tocó ser sumamente crítico con respecto a la estrategia de confrontación directa en el sexenio encabezado por Felipe Calderón; de igual manera, lo fui con la continuación de esta en el de Peña Nieto y en esta administración he procurado mayor mesura, pues, de alguna manera, implicó un cambio radical en la estrategia de seguridad, sin embargo, la realidad avasalla cualquier consideración que pudiera existir.
La situación del país pareciera descontrolada, los grupos delincuenciales, cínicamente agreden a la población sin que medie alguna respuesta gubernamental que atienda esta problemática, por el contrario, pareciera —insisto, desde lo que se difunde— que no existe control o interés por remediarlo. Cierto, la propuesta inicial es sumamente loable, como lo es tratar de evitar que las y los jóvenes sean reclutados por el crimen organizado, atendiendo a los factores que lo propician; sin embargo, esa estrategia requiere de más que apoyos económicos, implica una transformación, de fondo y forma, del conjunto de factores que inciden en el desarrollo integral de las personas y las comunidades que, dicho sea de paso, no se aprecia en el panorama informativo ni, mucho menos, en la difusión oficial.
Como pocas veces se ha visto en el país, la violencia criminal pareciera arreciar. Según datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública, el primer semestre de 2022 ha sido el más violento en el presente sexenio, en donde se perpetraron 183 mil 789 denuncias por la comisión de delitos como homicidios, secuestros, extorsión, trata y tráfico de personas, además de los recurrentes como son robo en sus diversas modalidades, aunados a los de violencia intrafamiliar que, al parecer, siguen en ascenso.
Esta pléyade de datos implica una falta de atención gubernamental sin precedentes, aunado a una estrategia fallida que sólo ha aumentado tanto la violencia como la injerencia del crimen organizado en la vida de las comunidades del país. Por ello es indispensable una redefinición de la estrategia, en la que no sólo se demuestre la fuerza del Estado para combatir el flagelo de la delincuencia, sino en la que las personas volvamos a sentirnos seguros y ciertos que existe una autoridad, emanada de nosotros, que habrá de brindarnos la seguridad necesaria para desarrollarnos.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM