La historia de la independencia de nuestro país está estrechamente ligada con su vida democrática.
Desde su surgimiento, el tema de la sucesión del poder ha sido complejo. La violencia fue el mecanismo que, durante prácticamente todo el siglo XIX, fue utilizado para que los grupos en disputa se hicieran del poder.
Ideologías polarizadas, una sociedad dividida, un país en nacimiento, depauperado y permanentemente amenazado por potencias extranjeras expansionistas, con grupos internos ambiciosos y hambrientos de poder, con una economía en contracción, dependiente de la minería, endeudado y con un gran territorio, rico en recursos naturales y con una forma de gobierno indefinida, era el escenario al que los mexicanos de aquel entonces se enfrentaban.
Cada proceso electoral se tornaba en un baño de sangre. Los grupos triunfadores en los procesos electorales eran desconocidos por los opositores. Se levantaban en armas para derrocar a quien hubiere sido electo.
Los periodos de evolución y desarrollo fueron, lamentablemente, aquellos en los que había poca movilidad política y baja participación social, lo que generaba inamovilidad de un mismo grupo o personaje en el poder lo que hacía que permaneciera una misma línea de desarrollo. La última vez que hubo un liderazgo fuerte personificado fue en el porfiriato que, tras el derrocamiento del dictador, se inició una época de convulsión política y de subversiones reiteradas, hasta que las fuerzas triunfadoras consolidaron un mecanismo no bélico para propiciar la transición del poder de forma pacífica, sin que por ello se utilizaran mecanismos efectivos y legítimos de participación ciudadana.
La figura del partido de estado permitió que el México postrevolucionario tuviera estabilidad política, lo que permitió poder sanar las graves heridas económicas que se generaron por las guerras intestinas, así como el establecimiento de bases para subsanar las reivindicaciones enarboladas por diversos grupos y sectores durante la gesta revolucionaria y plasmadas como añoranzas en la Constitución de 1917.
Durante más de 70 años, el sistema político mexicano, una estructura compleja conformada por enredados intereses de diversa índole, encontraron un cauce para la transición pacífica del poder y la posibilidad de sembrar condiciones de desarrollo y fortalecimiento económico; sin embargo, la participación ciudadana, los mecanismos que permiten manifestar legítimamente la voluntad popular en un sistema democrático, se vieron severamente relegados.
Conforme el sistema político mexicano dejó de ser eficaz para lograr condiciones de mejoría y desarrollo, el ímpetu democrático se exaltó de forma exponencial. Aunado a ello, la adopción de medidas económicas poco populares y el abandono del espíritu nacionalista del partido hegemónico fue desplazado, la gente incrementó su inconformidad y exigió un cambio.
Tras el sisma generado por las cuestionadas elecciones de 1988, donde el sentir popular afirmó que había perdido el candidato del partido hegemónico, gobierno y sociedad comenzó una profunda transformación del Sistema Electoral Mexicano, donde —en teoría— se privilegiaría la participación ciudadana y se independizarían las elecciones de los organismos gubernamentales. El proceso fue largo y la transformación continúa. Tras cada proceso electoral se han detectado aciertos y errores que lo han hecho uno de los más confiables del mundo.
Su transformación seguirá conforme avance el tiempo; sin embargo, sus principios de independencia y autonomía del gobierno, deberán ser los ejes rectores de donde parta su evolución.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM