“María” es una niña de doce años, su adolescencia está empezando junto con las transformaciones fisiológicas propias
de la edad. Ella es delgada, pelo negro y lacio, con no más de 1.4 metros de estatura. Su tez es morena como la mayoría de las niñas de su pueblo que se encuentra a las orillas del Estado de México, colindante con Michoacán. Sus ojos son grandes y oscuros, con una mirada que delata la inocencia de la niñez. Caminaba por las calles empedradas de la cabecera de su municipio y tras comprar unos dulces en la tiendita de Doña Juana, su vida cambió drásticamente. Un hombre ajeno a la comunidad la tomó por la espalda y, en menos de diez segundos, la encapuchó y subió a un automóvil para secuestrarla y, con ello, arrastrarla hacia una vida llena de angustia y esclavitud.
María es llevada a una casa de seguridad, donde encuentra otras niñas y niños que, a la postre, serán vendidas al mejor postor. En tanto ello ocurre, son encerrados en jaulas, apenas mantenidos con vida a través de una alimentación basada en retazos de comida y muy poca agua que, desgraciadamente, es medianamente potable.
Después de varios días, María es extraída del sótano en donde conoció una parte de la crueldad que son capaces algunos seres humanos. Es arrastrada, con maltratos físicos y palabras altisonantes, para ser llevada hacia un destino donde doblarán su espíritu y la tratarán sin que medie consideración o respeto de alguna índole. Ahí será cosificada en su máximo potencial, para ser sometida a una condición infame, que sólo es comparable con la esclavitud.
Al paso de los meses de ser dominada y doblegada, es puesta en las calles para que, a través de la mendicidad, el robo o la venta de su cuerpo, cumpla con la cuota que le es impuesta para tener un lugar en donde guarecerse de las inclemencias del tiempo. Cuando no lo hace, ella es expuesta a la intemperie durante días. Ahí, en el infierno, resulta imposible considerarse digno del mínimo respeto o consideración como un ser humano.
Los días transcurren y, pese a intentos por abstraerse de su realidad, la maldad se impone. A diario se despierta de madrugada temerosa de ser agredida por alguno de los habitantes del lugar donde se guarecen. La tranquilidad es una palabra que no existe en su vocabulario o en su vida en general. Todo el tiempo hay que estar alerta, los nervios se exacerban permanentemente. No hay en quien confiar ni nadie digno de ello, pues cuando lo ha hecho, inevitablemente ha sido traicionada.
Ya han pasado más de tres años de aquel fatídico día en que fue arrancada de su vida ordinaria. Hoy, María, tiene quince años y ha aprendido a ser toda una sobreviviente de las calles de la Ciudad de México. Logró escapar de sus captores y encontró una nueva comunidad gestada junto con otros niños que se ocultan en alguna alcantarilla cercana a una de las vías primarias. La violencia, la agresión y el desprecio son parte de su cotidianidad.
Hoy camina por las calles de la Ciudad de México. Su muñeca está sucia al igual que los harapos que trae por ropa. Su pelo se muestra sucio y desalineado. Su mirada, antes vivaz y alegre, ahora sólo refleja vacío y muerte.
Así como María, que es un personaje de mi imaginación, casi medio millar de niños en México se enfrentan a esta terrible realidad.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM