Condenar sin un juicio donde las posiciones de las partes en conflicto sean escuchadas es una práctica común en
las aglomeraciones humanas. Suponer, sin elementos; dejarse llevar por la apariencia, determinar una culpabilidad o la exoneración de una persona ante la estridencia de una acusación apoyada mayoritariamente por el hervidero, se vuelven sucesos recurrentes de los que sabemos no sólo por las noticias, sino que vivimos recurrentemente e, incluso, llegamos a formar parte de la turba que condena y lapida en 240 caracteres o hasta menos.
Si bien es cierto que las redes sociales han ayudado, de alguna manera, a mantener relaciones sociales a la distancia, también han servido de escaparate para que muchas personas ejerzan, de forma ilimitada, el derecho a la libertad de expresión, en un medio ambiente donde las relaciones humanas son ciertamente horizontales, absolutamente democráticas, pero también, terriblemente deshumanizadas. Las personas dejan de serlo, para convertirse en avatares o fotografías inertes que responden en textos que se leen en pantallas en tiempo real.
De igual forma, las personas con notoriedad y que sus vidas y acciones son difundidas con regularidad en los medios tradicionales, sus problemas, vivencias, deficiencias, querencias y equivocaciones se vuelven del dominio público y parte de la cotidianidad; por tal motivo, la gente, movida más por el morbo que por el interés, suelen opinar y tomar partido respecto a situaciones que, en otras condiciones, sería parte de una disputa doméstica cuyos alcances y conclusiones se quedan en la esfera de la privacidad.
Hoy por hoy el linchamiento no es una turba enardecida que, mediante la violencia física, ejercen justicia por propia mano y asesinan a quien arbitrariamente juzgaron; por el contrario, el nivel de violencia que se ejerce con los linchamientos mediáticos es mucho mayor y con más repercusiones que la pérdida de la muerte.
Hoy los linchamientos mediáticos son mucho más incendiarios y brutales que aquellos en que las turbas lapidaban a los condenados. En cuestión de horas, la vida, obra y reputación de cualquier persona son expuestas y difundidas en todo el orbe. Una frase en la que se pone en juicio la honorabilidad de cualquiera, se convierte en una condena que se extiende y esparce como pólvora; que no se detiene y carece de misericordia para con el inculpado, sin derecho a defensa o a una opinión favorable, porque quien osa ir en contra de la corriente mediática, se expone inevitablemente a sufrir el mismo destino que el condenado: la lapidación en frases y palabras, la sanción a la reputación y el destroce de su imagen, tanto virtual como física, están destinados —en el mejor de los casos— al destierro y al destroce de su reputación, trayectoria y, en general, de su vida, sea o no verdad la información difundida por las redes.
Hay muchos ejemplos en los que la vorágine de los rumores, dichos, afirmaciones y juicios difundidos en las redes que han terminado con la vida, carrera y trayectoria de un sinfín de personajes públicos y notorios. Unos falsos, otros exagerados y muchos más incomprobables; sin embargo, cuando la verdad sale a la luz, cuando un juicio es descubierto como injusto, su proliferación no es tan exponencial como el vilipendio generado en primera instancia. Así, el daño se hace y se vuelve irreparable, todo ante un poder inmenso e incontrolable como el que se ejerce en el linchamiento por redes sociales.
@AndresAguileraM