Todos los días vemos por las calles cientos y miles de mujeres que, a paso acelerado, caminan por las aceras de la Ciudad
de México con rostros y miradas que evocan la realidad de cada una; que presuponen estabilidad y hasta tranquilidad sin imaginar que, detrás de cada sonrisa, mirada o palabra que emanan de sus bocas, existen realidades que difícilmente podremos conocer y de circunstancias plagadas de diversas formas de violencia a las que, recurrentemente, se enfrentan sin siquiera imaginar que la padecen, pues, lamentablemente forman parte de la cotidianidad.
Durante los últimos años, el tema de la violencia contra las mujeres ha cobrado gran relevancia y se ha alzado la voz en contra de las formas más dramáticas y crudas con las que se materializa: feminicidios, acoso, hostigamiento y violencia intrafamiliar, son términos muy comunes y recurrentes, sobre todo cuando en eventos políticos se arenga no solo por frenarla, sino por eliminarla; sin embargo, en esos eventos vistosos, en las redes sociales de quienes pretenden cobrar notoriedad con el tema, pasan desapercibidos otras diversas formas de violencia que, por rutinarias o comunes, se aprecian como parte de “lo normal”.
Estereotipos, roles y prejuicios forman parte de una cadena sin fin de hechos violentos que ocurren a plena luz del día, en lugares concurridos y —desgraciadamente— con la anuencia y beneplácito del complejo social. Así, vemos como grupos sociales se reúnen para “cotillear” sobre la vida privada de las mujeres y, a modo de jurado, condenan actuares que debieran ser parte de la esfera privada e individual. El señalamiento y la condena social son implacables e inevitables.
Del mismo modo, sin distinción de género, hombres y mujeres por igual señalan y juzgan la forma en la que interactúa con las demás personas, si cumplen o no con los estándares de la corrección social o de la expectativa que se tiene sobre de ellas, sin que esta presión se ejerza con la misma fiereza sobre los varones.
Las mujeres están obligadas a ser inmaculadas, respetar y acatar, hasta el absurdo, todas aquellas reglas de comportamiento que les impone su círculo social, so pena de ser reprendidas con la abrumadora condena del silencio y la mirada reiterada de condena y recriminación.
La culpa por el incumplimiento a las expectativas y la manipulación basada en ella, son otras formas de violencia a la que están expuestas. De este modo, si no cumplen con aquellos roles que les son impuestos por convencionalismos arcaicos y prácticamente incomprensibles en la modernidad, son prisioneras de una condena impuesta, primeramente, por ellas mismas, en su fuero interno, por incumplir obligaciones que, consciente o inconscientemente, asimilan como propias, para después abrirle la puerta a la que impone su círculo más cercano.
Así, si una mujer deja de atender a padres, hijos o hermanos, se les recrimina más que a los varones, pues la expectativa de cuidado les es propia aún y cuando, en la actualidad, exista —en teoría— una igualdad ordenada por la ley.
La limitación de recursos económicos junto con el sometimiento de sus propios anhelos ambiciones y deseos de desarrollo personal son prácticas comunes y prácticamente invisibles en la cotidianidad. Así, una mujer que decide privilegiar su vida profesional sobre las cuestiones familiares es estigmatizada y condenada socialmente, cuando para los varones esto no sólo les es permitido, sino hasta reconocido como grandes proveedores.
La violencia cotidiana contra las mujeres se expresa de innumerables y recurrentes formas. Es ejercida con el beneplácito de la indiferencia de una sociedad que la percibe y la acepta dentro de lo normal, sin percatarse que cada hecho violento limita el libre desarrollo de la personalidad, así como la libertad plena a la que aspira la humanidad.
Cuando de verdad exista conciencia de lo pernicioso que llega a ser el ejercerla en todas sus formas, estaremos en la antesala de una igualdad efectiva y verdaderamente justa.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM