Nos encontramos en un proceso electoral que se antoja sumamente complejo y que se pueden resumir en las
siguientes consideraciones. Primeramente, nos encontramos inmersos en los albores de un nuevo régimen político, donde las ideologías dejaron de ser la carta de presentación de los partidos para darse a conocer entre la población y —sin temor a equivocarme— invitar a la simpatía y acercamiento del electorado. En segundo lugar, la sociedad, por diversas condiciones que bien pudieran ser motivo de otro escrito, se encuentra profundamente dividida en dos bandos: los “transformadores”, aquellos afines al grupo en el poder y los “conservadores” todos aquellos contrarios a él.
México vivirá su primer proceso electoral —desde la Revolución Mexicana— dentro de un clima de confrontación social sin precedentes. Por una parte, estarán quienes apoyan al actual régimen, por el otro aquellos que no lo hacen. Es decir, las elecciones estarán marcadas por una polarización marcada e irreconciliable, en donde, la simpatía y el desprecio se enfrentarán con la intención de imponerse unos sobre otros.
La polarización a ultranza ha sido la estrategia de dominación que, en muchas naciones del orbe, ha servido para imponer regímenes hegemónicos, donde sólo un grupo —el triunfante— tendrá el control absoluto del poder estatal. Ya quedaron atrás los tiempos en los que las concepciones, ideas y objetivos, se confrontaban en una lucha de afectos y empatías hacia visiones de cómo conducir los destinos de las naciones, hoy la definición se toma a partir de quienes, a través del sentimiento, sin razón o reflexión, se pronuncian para apoyar las pretensiones de un bando u otro para controlar las instituciones gubernamentales.
La reducción de los procesos electorales en meros concursos de popularidad implica cuestionarse el momento de descomposición del sistema electoral y en donde surge esta perversión del ideal democrático de la discusión razonada para determinar, a través de la comparación y el análisis, la decisión de inclinarse y apoyar a cierta opción política.
Ciertamente hay varios factores que han incidido para que esto ocurra, principalmente, el abandono del sistema educativo en donde la cultura, el hábito de la lectura, los mecanismos de reflexión y, en general, el enriquecimiento intelectual del ser humano, se consideraron prácticas infructuosas y hasta estorbosas. La educación se transformó en un simple proceso de capacitación para el trabajo, lo que ha traído como consecuencia el empobrecimiento del raciocino, la exaltación de la banalidad y la automatización del ser humano.
Mientras más superficial resulta el proceso racional, menos se interesa por temas que se perciben como ajenos y distantes como lo son los asuntos de gobierno y la política como arte y ciencia de gobernar; mientras menos enriquecida está la mente humana, menos se conoce de asuntos complejos como el arte, la ciencia y el entendimiento del comportamiento social.
En esta lógica, es dable cuestionarnos sobre la deuda que los estados nacionales tienen para con la educación, sus procesos cognitivos, el apetito por el conocimiento y por el enriquecimiento integral como ser humano; ya que, a partir del abandono de todos aquellos valores etéreos, intangibles y complejos.
Por ello, es posible concluir que los procesos de transformación legislativa, que regresaron al sistema educativo a los parámetros alcanzados durante la década de los noventa, ha sido uno de los peores fracasos de nuestra historia, por tanto, si la intención es retomar el rumbo de una educación de calidad y formativa, es indispensable comenzar los trabajos para crear una nueva reforma que traiga consigo, obligación de lograr forjar seres humanos libres e independientes y no, como hasta ahora, víctimas del consumismo, la anomia y el desencanto, en esta batalla contra el conformismo y la apatía.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM