Parte importante de la política —como en cualquier actividad humana— radica esencialmente en la pasión con la que
se vive y se ejerce. Al implicar visiones, ideas y posiciones que, en más de las ocasiones, resultan ser contra puestas, su discusión y vivencia, implica un acaloramiento profundo en su confrontación. Sentimientos como el nacionalismo —entendido en su más prístino sentido— los deseos por el bien común, la añoranza de igualdad y desarrollo, hacen que se eleven en principios que se llegan a defender —incluso— con la vida.
Los grandes estadistas, sobre todo los de la era moderna, han sido personas con principios y visiones políticas sólidas que llegan a considerarse hasta recalcitrantes. Uno de los más claros ejemplos lo podemos observar en la férrea lucha entablada por Winston Churchill, quien a unos días de haber sido nombrado primer ministro del Imperio Británico, se enfrentó ante la disyuntiva de continuar con el camino de las negociaciones de paz y la consecuente rendición de Gran Bretaña ante un avasallante ejército Nazi que, para ese momento, ya había invadido Polonia, Bélgica y Países Bajos, al tiempo que se disponía a realizar una poderosa y brutal ofensiva contra Francia.
Churchill fue un convencido de la libertad como máximo valor de la humanidad. La amenaza de sumisión y conquista que implicaba el ejército nazi para Gran Bretaña —y el mundo en general— era una idea que lo atormentaba profundamente y, desde su más profundo convencimiento, tenía la voluntad de imponer todos sus poderes para que su nación defendiera su independencia. Sin embargo, al interior del parlamento —y de su propio partido— contrastaban con su idea de pelear hasta el final, por el contrario, las voces más influyentes coincidían con el depuesto Chamberlain, que se pronunció por un acuerdo de paz y por mantener las negociaciones con las potencias del Eje. Ante ambas posturas, no había un punto intermedio que diera pauta a la negociación: era la guerra o el sometimiento al Reich.
Durante los días previos a la declaratoria de guerra emitida por el parlamento inglés, las tensiones al interior de la clase política inglesa fueron inusitadas y extremas; las presiones que se ejercían en contra de la postura ideológica de Churchill venían, incluso, desde la corona. Empero, en los diálogos y negociaciones internas con el propio primer ministro, siempre privó un elemento fundamental: el respeto ante las diferencias. Si, había críticas y muchas de ellas con gran sustento, pero en ningún momento se irrespetó la forma de pensar de ninguna de las partes porque, al ser una situación de la que dependía la soberanía de su nación, requería de la mayor seriedad y, sobre todo, mantener las alternativas políticas abiertas. Todo ello se llevó dentro de los parámetros de la política, con respeto a la dignidad y a la investidura que representaban.
Sin embargo hoy, en nuestro país, vivimos una situación política de confrontación y polarización extremas. Las posturas son prácticamente irreconciliables y, por ello, dan lugar a la confrontación verbal que, por desgracia, ha rebasado —en mucho— los límites de la política y ha pasado a la descalificación y agresión personales. El debate político se ha demeritado tanto que se ha vuelto fútil, dando paso a la descalificación y agresión tanto verbales como físicas, lo que implica negar la humanidad y darle paso a la barbarie. En este caso vale la pena cuestionarnos: ¿nuestro México merece una clase política que desde su propia soberbia anteponen sus intereses y promueven la confrontación entre conciudadanos? Yo creo que no. Me parece que es momento de exigirle, a todos, sin distingo ideológico o partidario, que retomen la ruta del respeto a la dignidad de las personas y constriñan el debate hacia la búsqueda de entendimientos que brinden bienestar a las y los mexicanos.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM