Recuerdo que, en las décadas de los 90s del siglo pasado y la primera década del milenio, las disertaciones políticas
del país se centraban de la necesidad de la democratización de México. Primeramente, por la hegemonía imperante del Partido Revolucionario Institucional en los poderes de la Unión y porque, por esa razón, se consideraba que aún o se consolidaba la institucionalización del poder, ya que se mantenía la imagen del caudillo como vértice de todas las decisiones en torno al Estado Mexicano.
La democracia —conceptualizada como lo hace nuestra Constitución— se considera un modo de vida, en el que sus principios habrían de regir, cuales dogmas de fe, en la sociedad. De este modo, la libertad, igualdad, equidad y justicia serían los puntos medulares para darle orden y consistencia a un complejo social que —teóricamente— estaba deseosa de un bienestar general.
Sin embargo, y sin entrar a mayor debate sobre el tema, la realidad se ha empecinado en reiterarle su equivocación a muchos teóricos de la política, sociología, economía e, incluso, del derecho y hasta la filosofía, quienes se empecinaron en precisar la virtud y el deseo de comunidad como la base del establecimiento social.
El devenir histórico de México así lo demuestra. Ya fueran los 300 años de dominación española o los 200 de vida independiente, los sucesos más relevantes estuvieron enmarcados en la disputa por el poder político. La guerra de Independencia se desató, precisamente, por la inconformidad con el régimen imperante. Sus principales líderes, por cierto, posteriores a quienes dieron inicio al levantamiento armado, formaron la incipiente clase gobernante mexicana.
Y ni que decir de los dirigentes de los diversos grupos subversivos triunfantes que formaron esa compleja trama que conocemos como la Revolución Mexicana, como Francisco I. Madero, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, para observar que los destinos del país —desde sus inicios— fueron encabezados por caudillos con poderes plenos y hasta extralegales que, en los anales de las diferentes versiones de la historia oficial, se les han concedido aptitudes y virtudes magnánimas, superiores a la condición humana.
Todos con los atributos del liderazgo carismático del que en su momento dio cuenta Max Weber, en su obra Economía y Sociedad y que, de cierta manera, explica el porqué de la legitimación que tuvieron y que les permitió ejercer el poder con las condiciones de discrecionalidad con que lo hicieron y que, de cierta manera, fue parte importante en su éxito como gobernantes.
Lo anterior nos permite afirmar indiciariamente —y con toda la crítica que ello pudiera traer consigo— que las y los mexicanos, lejos de pretender un sistema absolutamente democrático, en donde sea la voluntad mayoritaria la que intervenga y predomine en la toma de decisiones de los asuntos de Estado, buscarán siempre un personaje que —más allá de guiarlos— atienda y solucione, con aptitudes meta humanas, los problemas que impiden su desarrollo individual. Considero que, por ello, en las elecciones presidenciales, la imagen central siempre serán las y los candidatos a la Presidencia de la República, no como titular de uno de los poderes, sino en la víspera de alcanzar la condición de neo caudillo que encabece las instituciones del Estado mexicano.
Me parece que estamos muy lejos que el deseo por encumbrar caudillos en la sociedad se destierre para que predomine el deseo democrático por participar en las determinaciones de gobierno. Por ello, en estos momentos, la labor de todos los que estamos convencidos que la democracia debe predominar, continuemos fomentando la participación y el interés colectivo por la cosa pública. Sólo así habremos de divisar en el horizonte un futuro más democrático para las generaciones venideras.
Andrés A. Aguilera Martínez
@AndresAguileraM