Existe una imagen urbana que, si bien es cierto, no es tan común, forma parte de la cotidianeidad: los desalojos judiciales. Indiscutiblemente dista mucho de ser una situación agradable, ni para los que observan, ni –mucho menos– para quienes lo viven, pero indudablemente forman parte de la regularidad de una sociedad en la que existen
instituciones de gobierno que funcionan medianamente bien.
Los juzgados realizan su actividad y los desalojos, como se les conoce comúnmente, son sólo la materialización de la determinación de una autoridad judicial que resolvió una conflictiva entre personas. En una sociedad democrática, como se asume la mexicana, esto es así: las decisiones de los jueces se acatan y respetan, sobre todo cuando la resolución ha sido revisada, no sólo por un tribunal de alzada, sino además por la autoridad federal en la vía del juicio de amparo y su correspondiente revisión.
Los órganos que imparten justicia son instancias que, por su naturaleza, deben imponer de tajo una solución a la conflictiva que se les presenta, pues existe notoria incapacidad de los particulares para lograrlo. Desde tiempos inmemoriales, las personas han acudido a sus autoridades cuando ocurre esta situación y, con el poder que les es conferido, obligan a que esa resolución se cumpla aún en contra de la voluntad de los particulares. Para eso existe el Estado, es su naturaleza, su origen y fin.
En esta lógica, debemos comprender que el actuar de la judicatura reviste especial importancia para garantizar la gobernabilidad y la convivencia armónica de una sociedad, pues es garante indiscutible del cumplimiento de la ley, que es, al fin y al cabo, el mecanismo que hemos encontrado para regular el desarrollo de la vida de las sociedades. Si el actuar de la judicatura no es respetado y empieza a ser negociado en aras del actuar político, la normalidad democrática se vuelve rehén de caprichos y circunstancias que no inciden en el bienestar general.
Hoy en día, el país está viviendo momentos en los que la justicia es –más que nunca– una exigencia reiterada. El actuar de las instituciones es observado, analizado y criticado por muchos actores nacionales y extranjeros. Si las crisis políticas son recurrentes, la función de la judicatura debe mantenerse estoica e intocada.
Si comenzamos a ser permisivos y a negociarlas por prebendas políticas o para cumplir con las exigencias de los grupos de presión, haremos nulo el Estado de Derecho y, en consecuencia, negaremos las normas que regulan nuestra convivencia social.
@AndresAguileraM