¿Recuerdas, Yaz? Hace tres años el 18 de diciembre cayó en domingo y preparabas los regalitos y esos detalles, me dijiste, que harían especial la cena de Navidad.
Hablamos a media tarde y destilabas alegría y me preguntabas cómo me sentía en la nueva tarea en el Canal Once.
¡Ah!, permíteme Yaz. Déjame pedir la anuencia a mis diez lectores de este espacio que compartías religiosamente entre tus contactos en las redes sociales; déjame referirles que por esta ocasión no abordaré temas políticos porque esos pueden esperar, por más que la dinámica social indique lo contrario.
Yaz, querida Yaz. Hoy comparto con los lectores de entresemana la felicidad que me colma por haber construido contigo una entrañable amistad surgida de nuestros lazos de hija y padre, porque así se dio desde aquellos días en que te vestías de japonesa para participar en el festival del Día de las Madres y compartías escenario con el bravo vaquero, tu hermanito Moy, menor que tú por dos años, que posaba para la cámara con esa sonrisa pícara similar a la tuya.
Hoy, Yaz, recapitulo en el calendario que se fue deshojando y asumías esa experiencia de niña y me compartías tus aspiraciones de adolescente y dabas la impresión de que serías una profesionistas en alguna de esas raras especialidades en las que el insumo es del espacio de las matemáticas, pero decidiste ser periodista.
Recuerdo cómo bromearon los amigos próximos y me pidieron convencerte de que mejor estudiaras una carrera que te diera satisfacciones porque la de periodista --¡ajá!, ironizabas—solo da puras penas.
Y decidiste ser periodista. ¿Te acuerdas de tu graduación en el Museo José Luis Cuevas? De pipa y guante. Y luego tu maestría porque, permíteme presumir a mis diez lectores, cursaste dos maestrías aunque sólo festejamos la primera con un almuerzo al que acudieron César, Anel, Aaron, Moy y quien esto escribe, en un comedero de los rumbos de la Alameda.
Sí, sí, la Maestra Yaz. Te hicimos bromas pero más reconocimos tu espíritu de lucha contra toda adversidad, sobre todo esa que te carcomía la salud mas no las ganas, compartíamos la frase, de romperle el espinazo a la adversidad.
Ayer, cuando se cumplieron tres años, Daniel me recordó la fecha y Astrid envió un pensamiento muy sentido cuyo corolario recomendaba no llorar porque la vida es alegría. Y en efecto, Yaz, así lo prometimos aquella madrugada de año nuevo cuando habíamos bailado en un centro nocturno de Guayabitos mientras Moy aguantaba el sueño. ¿Recuerdas el compromiso de caminar juntos y nunca darnos por vencidos? Aquí sigo, firme ante todo; soy tu fan, porque tu ejemplo me acompaña todos los días.
¡Ay!, aquellos días cuando viajamos en tren y nos hospedamos en un cómodo hotel en Guayabitos merced al apoyo de dos grandes amigos, uno de ellos mi compadre a quien le tengo un especial cariño y al otro un enorme recuerdo de gratitud y que se adelantó hace unos años.
Eras una adolescente que aún no había recibido la declaración de guerra de esos males que suelen romper ilusiones y frustrar aspiraciones, pero cuando ello ocurrió asumiste la ofensiva y a partirle la madre como procedía. Y me decías que nada te doblegaba; y, en efecto, nada.
Sí, de pronto se te agriaba el carácter pero tu temple se alzaba y volvías a reír, a bromear. Hasta invitabas los tacos en esa zona exclusiva de alta cocina de tus rumbos de la Anzures. ¿De qué le servimos, seño? Te requería el taquero de pulcro bigote y le decías: “de los que pida mi papá…”
Hace unos días, Yaz, me visitaste muy temprano en mi casa; tienes llave y como en esos sábados en que me llevabas algunas viandas, llegaste; dormitaba pero sentí tu presencia y abrí los ojos para pillarte antes de que me gritaras ¡ya viní!, sí, así jugabas maestra con el lenguaje y te solazabas con los barbarismos que corregías a tus becarios en Notimex.
Sentí tu mano sobre las mías y la tranquilidad que me trae tu presencia como la siento cuando trabajo y tu sonrisa que me compartes desde la foto enmarcada que ocupa el espacio que la niña de los pies descalzos dejó libre con el mismo amor que el destello de su mirada comparte con la tuya.
Ayer, Paquita me envió el mensaje recordatorio, líneas llenas de cariño llamándote “nuestra bella niña”. Y, no olvido esa noche en su casa, con una cena muy especial porque especial fue el momento cuando me pidieron tu mano. ¡Vaya! Te ibas a casar, Yaz.
Qué días, qué días, Yaz. La ceremonia en la iglesia ataviada con flores blancas y tus hermanos Daniel y Carlitos junto con CésarAarón en calidad de pajes y Daniela como dama de compañía. Y luego el fiestón, la tequiliza y los parabienes. Ese día, como lo he recordado en los dos años anteriores, ya no volviste a casa. Y cómo si ya tenías tu espacio matrimonial. ¡Caray!
Ayer, Yaz, se cumplieron tres años y, finalmente sentimental, el nudo lo he traído en la garganta y los ojos acuosos cuando le pego a la tecla y comparto estas líneas con quienes te conocieron y aquellos que sólo saben de ti por alguna referencia, sobre todo mía en esas charlas en las que presumo de la enorme mujer que creció a mi lado y enfrentó conmigo una ausencia que hoy se asume dolida cuando nunca quiso saber de tu crecimiento como un gran ser humano.
Hoy, Yaz, la única ausencia que me duele es la tuya; aunque debo confesar que en la soledad de la recapitulación de los tiempos idos, tu presencia en cada espacio de la casa, en la fotos con tus hermanos y los obsequios que adornan mis rincones, obsequios tuyos, me reconfortan.
Y se vale llorarte y se vale recordarte así, con este sentimiento del amor que me enseñaste a forjar por ti.
Yaz, hace tres años. Fue esa tarde dominical en la que decidiste adelantarte, pero antes me compartiste una charla alegre, llena de planes. Sí, preparabas los detallitos de la cena navideña a la que asististe en el recuerdo de quienes esa noche del 24 de diciembre de 2016, brindamos por ti y te recordamos como siempre te recordaré.
Gracias, Yaz, por estar aquí. Si quieres compartir esta entrega de entresemana, me harás el honor de saberte por siempre mi compañera de este oficio de reportero. Usted disculpe. Hace tres años Yaz, mi amada Yaz, partió… Conste.
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