Si la cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de México tuvo efectos devastadores en la economía mexicana, por el costo pero sobre todo por la
señal que mandó a los inversionistas nacionales y extranjeros, la reforma eléctrica que hoy se discute resultaría catastrófica, en caso de aprobarse, para el desarrollo nacional en el mediano plazo.
Al ciudadano promedio le interesa vivir cada día mejor. Eso significa básicamente tener un empleo y un salario para alimentar a su familia, poder enviar a sus hijos a la escuela y desenvolverse en un país con la seguridad pública y jurídica suficientes, para que él y su patrimonio, del tamaño que sea, no corran riesgos desproporcionados. Significa, además, tener la expectativa real de que si se preparan y trabajan, sus hijos y sus nietos tendrán una mejor vida que la de sus padres.
Pagar menos por los bienes y servicios, sean públicos o privados, es parte fundamental en esa ecuación. Uno de esos servicios, fundamental porque sin él no se puede vivir integrado a los procesos de la sociedad de hoy, es la energía eléctrica.
Una reforma energética debería buscar la producción de energía más barata para que esa disminución de costos se refleje en una reducción del precio de venta de la electricidad a los consumidores finales. No importa si estos son particulares o empresas grandes y pequeñas, pues aunque unos son personas físicas y otros son personas morales, ambos tienen derechos fundamentales y juegan un papel en la construcción de una sociedad en desarrollo.
Hacer una reforma energética para fortalecer la Comisión Federal de Electricidad a través de darle trato privilegiado, eliminar la libre competencia y limitar la participación privada en el mercado de la generación eléctrica, es condenar a todos a consumir electricidad cara y contaminante (eso es lo que genera hoy la CFE). La explicación es simple: la empresa paraestatal produce electricidad a costos mucho más elevados que el sector privado. Devolverle el monopolio de la producción vía normas que le entregan el control del mercado eléctrico, es anteponer los intereses de una empresa pública que genera pérdidas millonarias subsidiadas con dinero público, a los intereses de los particulares mexicanos.
Hace más de 30 años que la soberanía dejó de ser el gran objetivo nacional, no solo para México, pero algunos no se enteraron. El mundo y las reglas a partir de las que opera cambiaron cuando la interdependencia económica (la globalización) se impuso sobre la visión nacionalista de las economías centralmente planificadas y cerradas que aislaban a los países.
Está perfectamente claro quiénes son los beneficiarios finales de la electricidad producida, y vendida a bajo costo: el consumidor que paga menos por el servicio; el empresario que puede planear mayores y mejores inversiones en México si hay suministro de energía eléctrica disponible; el comerciante, mayorista y minorista, pues además de tener un mayor margen de utilidad, también puede competir mejor porque no se ve obligado a repercutir un elevado costo de la electricidad en el precio final de sus productos y; el consumidor final de nuevo, pues al encontrar mejores precios, puede comprar más con su dinero.
No está igual de claro a quién beneficia la llamada soberanía energética que el presidente y Manuel Bartlett pregonan en sus discursos: ¿A una empresa estatal, la CFE, cuya propiedad social solo se refleja en el subsidio que todos aportan para mantener su ineficiente generación de electricidad? ¿A un sindicato cuyos integrantes tienen como prestaciones, además de jugosas jubilaciones a edad temprana, la exención del pago de su recibo de energía eléctrica? ¿A la élite que administra la CFE y, con Manuel Bartlett a la cabeza, en tres años ha logrado hacer de una empresa superavitaria, una paraestatal deficitario cuyas pérdidas se agudizarán si se aprueba la reforma?
La soberanía energética, como hoy se cita en los discursos oficiales, es solo otro de los conceptos utilizados para despertar un nacionalismo malentendido y generar apoyo popular, por desconocimiento, a un proyecto que, en los hechos, solo serviría para afianzar y enriquecer a una élite que hace negocios con el presupuesto y el servicio público, a partir de empobrecer a los ciudadanos.
El mercado eléctrico mexicano funcionaba razonablemente bien, aunque fuera perfectible, con la política de apertura al sector privado para la generación, básicamente de energías limpias. Esa participación privada detuvo el crecimiento de los subsidios a la Comisión Federal de Electricidad en los últimos años, pero también evitó que la incapacidad de CFE para ofrecer energía suficiente, frenara las inversiones, la generación de empleos y el crecimiento económico. Por eso, entre otras cosas, México no dejó de crecer, aunque fuera a un pobre ritmo promedio de 2% anual, durante el corrupto sexenio peñanietista.
El modelo neoliberal que hoy se combate, benefició a la CFE sin necesidad de darle la engañosa fuerza monopólica de la que ahora se le quiere dotar, pues le reservó los monopolios de la distribución y la comercialización en varios mercados, sin obligarla a generar energía costosa y contaminante. La CFE compraba energía barata a los generadores privados y la revendía, con sobreprecio a muchos consumidores finales.
La disyuntiva es clara: Los mexicanos pueden pagar menos por la electricidad que consumen y por los productos que compran y requieren de electricidad en su proceso de producción con el modelo de mercado abierto al sector privado y regulado por el Estado. Aunque también pueden sentirse los falsos copropietarios de una empresa monopólica generadora de electricidad contaminante y cara, y también de pérdidas crecientes, que se cubren con tarifas de electricidad más elevadas y subsidios pagados con dinero de impuestos; dinero que hoy debería usarse para mejorar los servicios de salud, seguridad y educación.
La soberanía en el mundo globalizado de hoy, es un concepto que solo le sirve a las élites gobernantes, que lo invocan para afianzar su control político y económico a costa del empobrecimiento a las sociedades. Eso aplica para México y para cualquier otro país que explote el discurso del nacionalismo contra la integración comercial y la interdependencia. Ejemplos hay muchos. En Latinoamérica están Cuba, Venezuela, Argentina y Nicaragua, por lo menos.