Durante años, la imagen pública se convirtió en una obsesión para los políticos que, enquistados en los poderes públicos (gobiernos, cámaras legislativas, cortes supremas) deseaban e intentaban ofrecer una mejor apariencia, aspecto o figura.
En aquellos tiempos, cuando se daba el “boom” de los imagólogos, principalmente en los 80 y 90, quienes vivían del poder y para el poder buscaban por todos los medios irradiar elegancia, dulzura, popularidad. Todo, dependiendo de sus intereses.
Recuerdo que cuando Luis Donaldo Colosio y Diego Fernández de Cevallos se lanzaron como candidatos presidenciales por sus partidos (PRI y PAN, respectivamente), sus expertos en imagen tuvieron que cambiarles radicalmente su apariencia física.
El primero, Luis Donaldo, el Mártir de la Revolución, lucía todo bronco, enmezclillado y a cuadros, como todo buen norteño; sus “chinos” o “rulos” lo caracterizaban, pero no le alcanzaba para conquistar los corazones de los mexicanos más sofisticados. Le metieron tijera a su apariencia y lo dejaron como un candidato impecable.
El “Jefe” Diego, por su parte, presumía una barba de corte carrancista que rayaba en lo anticuado, con una apariencia decimonónica que no le permitiría ganar más votos que el de los amantes de lo viejo.
También a él lo tuvieron que estilizar para dejarlo impecable, como lo que es: un abogado de prestigio, altura y buen nivel; con toda esa personalidad y el lenguaje que lo caracterizaba (frases como el del “viejerío” o la “muchachada”) le hicieron ganar electores y simpatías en los sectores más rudos. Fue ganando terreno lentamente en el plano electoral.
Y así como ellos, muchos otros políticos de excelente posicionamiento intentaron ofrecer una imagen física y “estilos de manejo” que a veces les correspondía y en ocasiones contrastaba con sus apariencias.
Yo siempre les he llamado las “Décadas del Engaño”, en las que, la mayoría de las veces, los políticos no externaban con sus actos públicos lo que sacaban del fondo de su alma. Había una incongruencia total entre el ser y el reflejar.
Por ejemplo, querían lucir joviales cuando lo único que irradiaban era aburrimiento y tedio; querían lucir modernos cuando expresaban vejez; o bien, querían dar una apariencia de populares cuando radiaban en lo vulgar y lo mentiroso.
Así la vida. Pero hoy las cosas han cambiado abrumadoramente. Sin lugar a duda, al menos desde mi perspectiva, la mayoría de los políticos han fracasado, también estrepitosamente, porque no le han apostado a la más importante de las imágenes que tiene el ser humano: la Imagen del Alma.
Se han olvidado que lo que sale de la boca es el reflejo de lo más profundo que tenemos como seres vivos y que está enraizado en nuestro corazón; y si algo no miente –aunque nuestra lengua diga lo contrario- es ese órgano corporal teñido de rojo, que palpita aceleradamente cuando hay emociones.
Desde hace dos décadas la imagología –ese arte generado para crear, desarrollar y mantener una imagen pública- ha fracasado porque todo lo ha centrado en lo exterior del cuerpo, pero no en el interior del alma.
Y no sólo eso, también ha tenido derrotas dolorosas porque tampoco se ha centrado en algo que debiera ser vital para los políticos (servidores públicos, funcionarios o como quieran llamarse): la fuerza de la Inteligencia, también intangible, pero contundente ante los ojos de los demás.
Esa es la auténtica imagen pública que debieran estar trabajando y diseñando quienes se dedican a servir a los demás; lo demás, desde mi perspectiva, es inservible e inútil.
Ejemplifiquemos: Pepe Mujica no es una belleza andando, pero cuando fue Presidente de Uruguay –y desde antes, siendo candidato- cautivaba corazones por su naturalidad.
Canoso, regordete, corajudo, con temple –un cineasta diría que muy al estilo de Doña Sara García-, supo cautivar lo incautivable: el corazón del electorado más duro y rejego.
A veces en huaraches, casi siempre en su “vocho”, sentado en hospitales públicos para ser atendido, o bien en su casa que más parecía un jacal que otra cosa, mostró y demostró lo que realmente era y es: un político natural.
Esa es la imagen pública auténtica, veraz, coherente, nítida, cristalina, transparente, que no engaña a nadie –o que difícilmente podría hacerlo-, porque, insisto, lo que sale del alma y de la inteligencia no burla a nadie. Ni a uno mismo.
Si los políticos contemporáneos quieren dejar de ser unos derrotados, electoralmente hablando, tendrán que cambiar su estrategia de captación, porque de lo contrario terminarán perdiendo sus cómodos escaños o elegantes asientos en las mansiones más codiciadas del mundo.
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