El pasado 15 de octubre del año en curso falleció uno de los historiadores mexicanos más importantes y reconocidos a nivel internacional en el campo del
indigenismo mesoamericano. Nos referimos a Alfredo López Austin (1936-2021), por tal motivo presento una semblanza de su trabajo académico, a modo de testimonio, desde la mirada de quien se reconoce como su alumna, y que más tarde, el azar hizo que ese vínculo resurgiera y se hiciera presente en diversos momentos de nuestras vidas.
Conocí a López Austin a finales de la década de los ochenta del siglo XX, cuando cursé un posgrado en Historia del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Como yo tenía la formación de comunicóloga, debí tomar algunas asignaturas de historia de México, entre ellas, precisamente la de Mesoamérica, a cargo del profesor López Austin, o simplemente de Alfredo, como él mismo insistía en que le dijéramos.
Recuerdo que el grupo era numeroso y, sin embargo, Alfredo y su esposa Martha —quien lo apoyaba en las actividades escolares— se veían tranquilos y bien organizados, pues desde el primer día de clases nos presentaron el programa de la materia desglosado con lecturas específicas y actividades extraescolares incluidas pues, en la visión pedagógica de este docente, la teoría debería ir acompañada con la práctica y la cultura viva en campo. En consecuencia, avanzado el curso, en un fin de semana recorrimos la zona arqueológica del Tajín, con la guía inmejorable y las explicaciones doctas, pero a la vez sencillas, de nuestro profesor.
Para ese entonces la producción de libros especializados de López Austin como historiador ya era extensa y con amplio reconocimiento. Entre ellos, La constitución real de México-Tenochtitlan (1961); Juegos rituales aztecas (1967); Hombre-dios; Religión y política en el mundo náhuatl (1973); Textos de medicina náhuatl (1975); Una vieja historia de la mierda (1988); y Los mitos del tlacuache, caminos de la mitología mesoamericana (1990).
De manera paralela, el profesor Austin siempre fue muy responsable con sus actividades de docencia, función académica que consideraba indisociable de la de investigador, según sus propias palabras. “Una investigación es incompleta si no se está cotejando constantemente con el pensamiento de las nuevas generaciones. Uno tiene que mantener el diálogo constantemente abierto. Un investigador no puede, yo no he podido hacerlo, dejar de dar clase, porque debo probar mis aseveraciones, mis propuestas y la mejor manera de probarlas es contrastándolas con profesionistas que tienen otra idea del mundo”, aseguraba.
En este sentido traigo a colación otra anécdota que confirma que esta forma de pensar la cumplía a cabalidad, pues mis textos que entregaba como tareas del curso, con frecuencia traían un comentario al margen escrito con el puño y letra del maestro López Austin. Asimismo, en clase promovía la discusión de las ideas vertidas por sus alumnos, a quienes escuchaba con suma atención. Incluso, me viene la memoria la sorpresa y el gusto que me dio leer, en uno de mis trabajos revisados, un párrafo en el que Alfredo hacía referencia —de manera elogiosa— a un texto mío publicado en el Semanario Punto, en la sección de Cultura, a cargo del escritor y crítico literario Emmanuel Carballo.
Años después, en 2016, la vida nos deparó un nuevo encuentro en una fiesta privada organizada para celebrar los 75 años de vida de otro maestro emérito de la UNAM, el profesor Octavio Rodríguez Araujo, y que propició un nuevo acercamiento del vínculo afectivo establecido en las aulas universitarias. Para entonces yo ya laboraba en la Universidad Pedagógica Nacional (UPN) como profesora-investigadora de tiempo completo. En esa ocasión, el ambiente de convivencia se dio entre pares del medio académico y, además, con la misma atmósfera de camaradería que —recordaba— con Alfredo López Austin, con su misma sonrisa franca y trato amable de un historiador que como investigador compartió su interés por el conocimiento científico de las sociedades con antropólogos, sociológicos, arqueólogos, economistas, comunicólogos y, “muchos otros profesionistas de las ciencias sociales que se ocupan del dinamismo de las sociedades”, según sus propias palabras, y que con quienes, agregaba, “no encuentro que mi trabajo se diferencie” del de ellos.
Uno de los últimos acercamientos que la vida nos deparó se dio a propósito de las elecciones federales de julio del 2018. El encuentro fue en mi casa, que fungía como casilla electoral, y que era a la que López Austin le correspondía votar por tener su domicilio en la misma colonia en la que yo habitaba. Esta afortunada coincidencia propició algunas aproximaciones posteriores e inesperados, las cuales a la larga fraguaron en conversaciones amistosas que rebasaron el tono académico.
Ahora, cuando la comunidad científica y muchos mexicanos más lamentamos la pérdida de Alfredo López Austin, en su vertiente de científico social, a la vez nos entristecemos por el maestro, el amigo y el luchador solidario con las causas indígenas, entre otras facetas de quien será recordado, ante todo, como un buen hombre. En este año 2021, especialmente significativo por la celebración de los 200 años de vida independiente de nuestro país como nación, y de la conmemoración de los 500 años de la caída de México-Tenochtitlan y de la Resistencia Indígena, el pensamiento y la obra de este historiador especializado en el conocimiento de la cosmogonía y de la cultura mesoamericanas está presente más que nunca. @NohemyGarcaDua1