Lo que le sucede a la economía mexicana podría ser ejemplificado con lo siguiente: llegó el médico Andrés Manuel, a ojo de
buen cubero determinó que el paciente estaba enfermo de esa maldita cosa llamada corrupción, un virus que suele infectar a poblaciones enteras en países de catadura emergente. Los que acompañaban al doctor, todos ellos recién nombrados como enfermeras o asistentes, tomaron nota de lo que el galeno decía: había que atacar a ese cáncer, detener sangrados, aplicar quimios, suministrar antibióticos. Lo que fuera necesario, algunos ojos entrenados en este tipo de cirugías aconsejaron al Jefe que se fuera con cuidado, que era necesario más y más estudios, que aún faltaban una serie de pruebas para corroborar que partes del cuerpo estaban dañadas y cuales no.
El de la bata blanca sencillamente amenazó que el sabía muy bien lo que hacia, que debían ir con todo para marcar una diferencia sustancial entre el anterior médico en jefe y él.
El cuerpo nacional habría de agradecerle las medidas; sus alumnos, los aprendices más fieles le dijeron que sí a todo, y comenzaron a meter bisturí en todas partes, cortar, quitar, cercenar. La hemorragia fue brutal, otros colegas mucho más especializados en ese tipo de intervenciones, advirtieron del desastre que se estaba generando. ¡Nada! la decisión estaba tomada. ¡metan cuchillo! ¡que nadie dude de que sí sabemos como hacerlo!, era la consigna.
El lastimado organismo del paciente mostraba ya un color cetrino, preámbulo de la muerte, poca sangre en sus venas, el corazón trabajosamente enviaba plasma a las extremidades.
Afuera del quirófano se comenzaron a escuchar reclamos, familiares del paciente exigían medicinas, no las había, no llegaban; pedían sueros, "se habrían acabado"; la angustia era evidente, nadie informaba lo que allá adentro ocurría con el cuerpo, que por cierto, apenas respiraba. El tiempo se hizo eterno, cualquiera juraría que habrían pasado seis años, pero no, apenas uno, sin embargo, el jefe del consultorio se dio cuenta de que las cosas no iban bien, que las señales de vida del paciente eran pocas, que órganos importantes daban muestras de no responder al tratamiento y lo que comenzó como un murmullo en la sala del hospital se fue haciendo más grande.
La operación estaba saliendo muy costosa para todos, paciente y familiares, las compañías de seguro no querían cubrir los gastos, otros recomendaban aplicar terapias de shock, algunos más, dentro del equipo del cirujano se miraban acusándose entre sí, lo sabían pero les costaba reconocer: por no llevarle la contraria a la cabeza de la operación se habían quedado callados mientras las incisiones y las agujas se convertían en machetazos dados a donde se les ocurriera, lo que prometía ser una operación profesional, honesta y bien realizada se convirtió en una carnicería.
El cuadro no podría ser más lamentable, el equipo de operaciones parado frente a un pálido cuerpo llamado México, vapuleado por la serie de intervenciones que bloquearon el flujo de sangre, que dejaron de suministrarle oxigeno al cerebro, que no sabemos cuanto tiempo llevará la rehabilitación para que vuelva a caminar tras serios recortes en las piernas.
Un organismo que apenas abre los ojos y que está sujeto a que algún par de remedios hagan el milagro de darle color a los cachetes del rostro. México, este paciente sufre la decisión de haber sido sometido a una brutal política de austeridad, y que refleja hoy tasas de desempleo que ni en los peores momentos de sexenios anteriores se habían presentado, México, un enfermo que no se mueve de la cama, infectado de recesión, condenado a que el corazón responda y comience a bombear sangre a todas sus arterias. Este es el cuadro clínico y perdón, pero sólo un padre de familia desempleado, un joven sin ser contratado, una ama de casa que no sabe que otra cosa hacer de comer que no sean frijoles y huevos o el ex trabajador de gobierno que sin más fue despedido por que "le tocaba". Sólo ellos saben lo que es vivir con esos niveles de ansiedad y desesperanza.