Cada gobierno adopta un rostro, un perfil, una voz, una postura y un carácter determinados que, al conformar su fisonomía, lo hacen reconocible frente al espejo o de cara a los demás; un conjunto de rasgos, simbolismos, planteamientos, creencias, proyectos y convicciones que fundamentan y moldean su identidad colectiva.
Tales elementos identitarios, impulsan su proceder político y dan rumbo al conjunto de acciones gubernamentales que en materia de salud, educación, desarrollo económico, combate a la delincuencia, trabajo, progreso social, seguridad, cultura o inversión, prefiguran y esculpen el destino de los pueblos. Cabe preguntarse así, a dos años de iniciada la presente administración, ¿cuáles son las características emblemáticas y definitorias de su ejercicio gubernamental? ¿Qué rasgos de la 4T descuellan como las peculiaridades inconfundibles de su quehacer político? A mi juicio, como una mancha en la frente o una malformación inocultable, destacan cinco elementos que por su frecuencia y cronicidad, se han convertido en los rasgos distintivos de sus empresas y su narrativa: La intrascendencia, la superficialidad, la visión autocrática, la cerrazón ideológica y el anclaje en el pasado.
Una intrascendencia que se estanca en lo circunstancial, en la esterilidad de la retórica y en la fatuidad del discurso, que plagada de promesas y varada en la inacción, se aleja inevitablemente de las estrategias de fondo que transforman y mejoran la vida de los ciudadanos; una intrascendencia que se nos ofrece inútil en la compulsiva repetición de interminables mañaneras, rellenadas sin pudor con peroratas y ocurrencias.
Una superficialidad que, próxima al insulto, evade y banaliza los peores flagelos, que enfrenta el embate inmisericorde de una mortal pandemia con el poder de un “detente”, con formulismos y dislates que desprecian la ciencia, con austeridad Republicana que adelgaza los recursos y que priva a los enfermos del elemental cuidado; una frivolidad que pretende enfrentar la criminalidad más sanguinaria con el rigor de un regaño, la bondad de un abrazo o el llamado al orden de una tierna abuelita, que reprueba las aspiraciones legítimas de un pueblo que, acordes con su humana naturaleza, pugnan por la prosperidad y la riqueza, por el disfrute y el goce de una vida holgada, que no conseguirá saciarse con su par de zapatos ni con la dádiva tramposa de su subsidio miserable.
Una visión autocrática que desconsidera y desconoce el valor de los demás, que impone su voluntad a ultranza, que encapsulada en su soberbia megalomaniaca se vuelve sorda a la recomendación, desdeñosa frente a la experiencia, ciega ante la innegable contundencia de los hechos o las consecuencias.
Una cerrazón ideológica que no admite sesgos ni disensiones, que repudia los señalamientos y descalifica la evidencia, que de espaldas al mundo y a la modernidad, se encierra en su anacrónica visión, en su hermetismo autista impermeable a la crítica, ignorante del cambio y de los retos del porvenir, que en su intolerancia desmedida encasilla al que difiere en el cajón del adversario, que censura y estigmatiza al que cuestiona o pone en tela de juicio su férrea ideología.
Un anclaje en el pasado que rumia el rencor, que nos devuelve a los viejos enfrentamientos de clase, o a las arcaicas confrontaciones entre liberales y conservadores, que rescata los antiguos agravios para atizar en sus fieles la división y el rencor.
La reflexión no es ociosa pues marchamos en sentido contrario a los valores que fomentan el avance y el progreso de nuestra nación: La trascendencia, el cambio profundo, la visión democrática, la apertura ideológica y la proyección hacia el futuro.
Dr.Javier González Maciel