Preocupa sin duda que en ocasión de la covid-19 que actualmente padece nuestro inquilino de Palacio, la red social Twitter se haya visto en la necesidad de recordar a sus
cibernautas que su política de comportamiento abusivo prohíbe cualquier tipo de "contenido que promueva, incite o exprese el deseo o la esperanza de que una persona o grupos de personas mueran, sufran daños físicos graves o se vean afectados por enfermedades severas". Inquieta de igual forma las nutridas expresiones y declaraciones que, por diversos medios y desde diferentes sectores de la población, señalan que la enfermedad del presidente no es más que la crónica de un desenlace anunciado, si atendemos a la negligencia, la irresponsabilidad, la frivolidad y el manejo político que ha caracterizado su nefasta gestión de la pandemia.
Nadie pone en tela de juicio que el desear el mal a otro, especialmente a quien tiene en sus manos los destinos de una nación, es un hecho reprobable que, al igual que la reciente agresión al capitolio de los EE.UU., escapa a la justificación de la animadversión o del antagonismo político. Partiendo de la premisa básica de que "entender" no supone "justificar", resulta útil e incluso indispensable esclarecer los móviles subyacentes de semejantes "agresiones". ¿Por qué la enfermedad de un presidente, que supone una tragedia de gran magnitud por el halo de incertidumbre, el vacío de poder, las consecuencias en las variables económicas, el desasosiego político y el dolor de una víctima más en el avance de la enfermedad, es "celebrada" sin reparos, no sólo por algunos de sus detractores u opositores políticos, sino por un sector importante de la población? ¿Tales expresiones son, como lo señalaron Claudia Sheimbaum y Olga Sánchez Cordero, un mero acto gratuito de mezquindad, violencia e iniquidad en contra de nuestro inquilino de Palacio, o tienen un trasfondo aún más complejo en el ámbito de las conductas humanas y la dinámica del odio? Todo parece indicar que tan reprochables manifestaciones son en realidad una radicalización y una reacción emocional extrema ante un discurso divisionista y excluyente alentado desde Palacio, ante una narrativa recurrente, casi obsesiva, que apuesta a la polarización, que juega con los dobleces ideológicos, con el "nosotros y el ellos", con el antagonismo ideológico entre el "pueblo y sus adversarios"; tal retórica perniciosa y estigmatizante, ajena a la igualdad, a la unidad y al pluralismo de una sociedad democrática, ha sembrado la hostilidad y la bipartición social, la desvalorización y el repudio sistemático de todo aquel que no comulga con las ideas de nuestro ínclito "iluminado". Es así que toda disidencia, al margen de su racionalidad o del carácter de sus intenciones, es reprobada, denostada, denigrada y avasallada por el torrente más variopinto de insultos y descalificaciones que han hecho de Obrador el "artista del insulto". No extraña que las reacciones ante tal derroche de adjetivos, expresiones despectivas y latigazos ideológicos, proceda de todos los ámbitos de la sociedad, pues los enemigos de Obrador carecen de rostro, son entes impersonales, colectivos, simbólicos y abstractos; los fifís, los privilegiados, los intelectuales orgánicos, los chayoteros; nombres surgidos del prejuicio, de la estereotipia, de la estigmatización y el odio. ¿Por qué entonces se asustan de la tempestad quienes siembran los vientos? A este respecto nada más a cuento que los célebres versos de nuestra décima musa, Sor Juana Inés: "Parecer quiere el denuedo de vuestro parecer loco, al niño que pone el coco y luego le tiene miedo".
Más allá de una pequeña diferencia de estatura, pocos eran los rasgos que permitían diferenciar a los Hutus de los Tutsis en el país de Ruanda. La etnia Tutsi se encontraba dedicada fundamentalmente a la ganadería, mientras los Hutus se dedicaban a la actividad agrícola. Los colonizadores belgas consideraron superiores a los Tutsi y los hicieron partícipes del poder administrativo, hasta que el país consiguió su independencia en 1961. Aunque las elecciones desplazaron a los Tutsis de los puestos de mando, conservaron muchos privilegios políticos a consecuencia de años de hegemonía y de sus prósperos negocios. Los Hutus, por el contrario, conformaban los estratos socioeconómicos más bajos y albergaban cierto resentimiento social por haber sido tratados como simples trabajadores. La situación de los Hutus no mejoró con el cambio de gobierno. Prevaleció la corrupción y la mala administración, lo que acentuó la pobreza y la escasez. Las autoridades alentaron un discurso de odio en contra de los Tutsis, culpándolos de las desgracias y los males nacionales. A pesar de que los Tutsis conformaron un movimiento político de oposición, fueron discriminados en el otorgamiento de cargos y de empleos, y fueron excluidos de las ayudas del Estado y los servicios públicos. En este ambiente de polarización, el Presidente de Ruanda murió al estrellarse su avión el 6 de abril de 1994, y se culpó de inmediato de la catástrofe a supuestos grupos de insurgencia Tutsi. El mensaje de odio resonó entonces desde la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, manejada por el gobierno: "Los Tutsis no merecen vivir. Hay que matarlos. Incluso a las mujeres preñadas hay que cortarlas en pedazos y abrirles el vientre para arrancarles el bebé". Aquella nefasta noche, dio comienzo el genocidio de los Tutsis a manos de los Hutus. Decenas de miles de ruandeses fueron asesinados ante la absoluta pasividad de la ONU.
Nada más oneroso que las facturas del odio.
Dr. Javier González Maciel
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina