La Constitución señala de manera clara en su artículo 97 que cada 4 años, el Pleno de la Suprema Corte de Justicia elegirá de entre sus miembros al Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el cual no podrá ser reelecto para un período inmediato posterior. El asalto
a la ley emprendido por los inconsecuentes leguleyos de Morena y secundado, desde los partidos satélites, por sus fantoches de guiñol, pretende mantener en su cargo a Arturo Zaldívar por dos años más, en un evidente intento de supeditar y someter el Poder Judicial a las aspiraciones autocráticas y megalómanas de su Mesías bananero. La violación a nuestra Carta Magna ocurre por partida triple, facultando al congreso para un nombramiento que compete al Pleno de la Suprema Corte, extendiendo artificiosamente un período temporal claramente acotado por nuestra Constitución (cuya modificación exigiría a todas luces una Reforma Constitucional) y permitiendo que el ministro Zaldívar ocupe nuevamente el cargo de Presidente de la Corte en el período inmediato posterior.
La sumisión indigna, el vasallaje grotesco con el que nuestro inquilino de Palacio obliga a sus siervos, a sus rastreros lacayos, a sus obedientes marionetas, a sus convidados de piedra, a secundar desde las Cámaras sus despropósitos gubernamentales, sus retrógradas reformas, su "Revolución Bolivariana con disfraz de charro" o sus dislates antidemocráticos de populismo bananero, se revelaron con claridad en el reciente exabrupto de la diputada Nancy Claudia Reséndiz del Partido Encuentro Social, quien al dejar su micrófono encendido durante la reunión extraordinaria de la Comisión de Justicia de la Cámara de Diputados, reveló en forma involuntaria que había recibido instrucciones directas de Ignacio Mier, coordinador de Morena en San Lázaro, para que dieran su voto favorable a la reforma del poder Judicial: "El pinche Mier está diciendo que la votemos".
Pero, ¿cuáles son los riesgos de la obediencia inconsciente, de la sujeción irreflexiva a los designios del "otro", de la conformidad automática, de doblegar nuestro pensamiento a las exigencias del poder, de renunciar a nuestra individualidad y a nuestro sentido crítico, de ceder frente a la imposición sin los filtros de la duda y de la evaluación racional? ¿Qué peligros supone torcer, reformular, ignorar, manosear, manipular o trastocar las leyes para ponerlas al servicio de un proyecto totalitario, de una visión autocrática, de las aspiraciones dictatoriales de un loco megalómano o de las aberraciones antidemocráticas de una apuesta populista?
Cuando el prejuicio se hace ley, cuando las normas se dictan desde los sesgos ideológicos, desde la rigidez de los dogmatismos, desde las interpretaciones equívocas o convenientes de la historia, desde la sed de gloria o los apetitos del poder, desde el revanchismo o el prejuicio; cuando la ley tiene otro fin que garantizar la igualdad, la justicia o el bienestar común, y es puesta al servicio de las pretensiones de dominio, de los compromisos clientelares, de las adhesiones doctrinarias, de las simpatías sectoriales o de los que están dispuestos a ceder el imperio de su individualidad y el albedrío de su pensamiento a las exigencias abyectas de sumisión incondicional, la sociedad se desdibuja, empeña su voz y su conciencia, renuncia a sí misma y al ejercicio pleno de su libertad y su autodeterminación.
Nuestro inquilino de Palacio desprecia la ley, considerándola tan solo una herramienta para lograr sus propósitos, para impulsar sus dislates, para apuntalar su aventura populista. La Constitución debe amoldarse a sus deseos, alinearse con sus pretensiones, coincidir a cabalidad con sus ocurrencias doctrinarias, o ser borrada de un plumazo como letra muerta cuando marcha en sentido contrario a sus apetencias o a su capricho. Pero la sumisión incondicional y fanática supone un precio más allá de la anulación del propio yo, de la dilución sumisa de nuestras convicciones y de nuestra identidad: puede conducirnos al abismo.
Aprobadas por unanimidad el 15 de septiembre de 1935 en el marco del séptimo congreso anual del Partido Nacionalsocialista Alemán, las Leyes de Núremberg materializaron los infames sesgos ideológicos y la crueldad inaudita de la Alemania nazi; en realidad la puesta en marcha de una terrible pesadilla que culminaría con el exterminio sistemático de millones de seres humanos, en su mayoría judíos. Contaron con el consentimiento pleno de Adolf Hitler y contribuyeron a crear una postura antisemita en el grueso de la población. Tales aberraciones jurídicas, que incluían la Ley para la Protección de la Sangre y el Honor Alemanes, prohibían los contactos sexuales entre judíos y "arios", privaban a los judíos de la ciudadanía alemana, los imposibilitaba para ocupar cargos públicos, ejercer sus profesiones o adquirir propiedades. Durante los 12 años que duró el dominio del Tercer Reich, se promulgaron 400 leyes que prohibían a los judíos lo inimaginable: tocar en una orquesta, poseer mascotas o hacer uso de la bandera alemana. El contacto sexual de judíos y arios constituía el delito de "rassenchade" (corrupción racial), que era castigado hasta con 15 años de prisión. Finalmente se obligó a los judíos a portar una letra "J" impresa para que la policia pudiera identificarlos y todos los hombres o las mujeres que no tuvieran un nombre claramente reconocible por su origen judío, debían adoptar el nombre de "Israel" o el de "Sara", respectivamente.
Nada más preocupante que las leyes puestas al servicio de los fanatismos, de la imbecilidad o la ignorancia.
Dr Javier González Maciel.
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina