Toda argumentación, al margen de su solidez racional, que intente poner en tela de juicio las bondades o la utilidad misma de los cada vez más
numerosos (y onerosos) programas asistencialistas sobre los que se cimienta la "popularidad" y la presunta "fortaleza moral" de nuestro inquilino de Palacio, será repudiada y señalada de inmediato por la nueva "nomenklatura" morenista, e incluso por un amplio sector fuertemente adoctrinado de la sociedad mexicana, como un ataque perverso y despiadado surgido de la insolidaridad, como una confesión inequívoca de la adhesión o la pertenencia a las filas de una "oligarquía rapaz y privilegiada" que, desde el egoísmo y la impiedad, fomenta en beneficio propio los desequilibrios sociales. Aunque nadie pone en tela de juicio que los bienes públicos deben ser canalizados, de manera equitativa y planificada en beneficio de la sociedad, no es posible ignorar una premisa básica: la pobreza y la desigualdad no son asuntos coyunturales, pues se encuentran íntimamente ligadas a deficiencias estructurales crónicas de larga data; es así que toda inversión social, si pretendemos modificar los mecanismos patológicos detrás de los síntomas, debe apartarse del cortoplacismo, de la focalización clientelar, de la intencionalidad política y partidista, de la dilapidación circunstancial o electorera para centrarse en proyectos, en acciones, en modelos de aplicación universal que apunten al origen, que modifiquen favorablemente las condiciones educativas, sociales, sanitarias, laborales y económicas de la población, y que propendan a erradicar en un sentido profundo las causas del atraso. Pero las fórmulas del crecimiento real no figuran en la aritmética bizarra de los regímenes populistas; en las perversas ecuaciones de nuestro Pitágoras bananero, los sumandos universales del progreso, la educación de calidad, la atención efectiva a la salud, la productividad remunerada, la ciencia o la cultura, se encuentran lejos del resultado que busca. Requiere otros medios para apuntalar sus fines: El control absoluto, la perpetuación en el poder, la eficacia electorera, la dependencia social. Las cifras dan cuenta de su perversa matemática: en un extremo de la ecuación, el mayor presupuesto en programas sociales de la última década con 3.3% del PIB y el mayor presupuesto de la historia otorgado a la SEDENA; en el lado de la resultante, entre 8.9 y 9.8 millones de personas se sumarán al sector que percibe ingresos inferiores a la línea de pobreza, y entre 6.1 y 10.7 millones al que tiene ingresos bajo la línea de pobreza extrema.
Pero al margen de sus consecuencias prácticas , ¿qué implica en lo profundo el asistencialismo social? Es indudable a mi juicio que las políticas públicas "solidarias" deben apuntar al fondo, a la modificación paulatina y permanente de las desventajosas condiciones estructurales que entrampan a amplios sectores de la población en la marginalidad y en la pobreza. El asistencialismo de la inmediatez, el que ha sido diseñado como instrumento de control, de sumisión y dependencia, el que deja de lado la necesidad de reincorporar a la persona a la vida productiva, el que perpetúa la pobreza y promueve la inmovilidad social, el que niega al hombre la posibilidad de dignificarse a través del esfuerzo, el logro y el trabajo, no es sino una especie de "providencialismo asistencial", una trampa manipulativa que esclaviza y sujeta. Esta realidad quedó plasmada en la encíclica Fratelli Tutti del papa Francisco:
Una "expresión de la degradación de un liderazgo popular es el inmediatismo. Se responde a exigencias populares en orden a garantizarse votos o aprobación, pero sin avanzar en una tarea ardua y constante que genere a las personas los recursos para su propio desarrollo, para que puedan sostener su vida con su esfuerzo y su creatividad [...]. Por una parte, la superación de la inequidad supone el desarrollo económico, aprovechando las posibilidades de cada región y asegurando así una equidad sustentable. Por otra parte, «los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras».
Las prácticas asistencialistas del populismo bananero, apuntan a la paliación y excluyen al sujeto de su propio desarrollo, de la construcción responsable de sí mismo. Tal como lo señalara el filósofo y pedagogo Paulo Freire, "en el asistencialismo no hay responsabilidad, no hay decisión, sólo hay gestos que revelan pasividad y domesticación". De este modo, el asistencialismo como instrumento al servicio del poder lleva implícita la necesidad de perpetuar, en un sentido utilitario, el statu quo, de mantener la trayectoria; pero, ¿qué queda sin soluciones de fondo sino la institucionalización y la estatización provechosa de la pobreza?
Nada más cierto que las palabras de Freire para revelar las terribles trampas que supone el asistencialismo como arma política: Contradice "la vocación natural de la persona -ser sujeto y no objeto- y hace de quien recibe la asistencia un objeto pasivo, sin posibilidad de participar en el proceso de su propia recuperación. El asistencialismo es una forma de acción que roba al hombre las condiciones para el logro de una de las necesidades fundamentales de su alma, la responsabilidad".
La matemática aberrante de nuestro inquilino de Palacio parece cuadrar ahora y se resume con toda claridad en las palabras del papa Francisco: "el pueblo en la visión populista no es protagonista de su destino, sino termina siendo deudor de una ideología".
Dr. Javier González Maciel.
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Estudios universitarios en Psicología, Médico Cirujano, Especialista en Cardiología, alta especialidad en Cardiología Intervencionista en Madrid España, titular de posgrado en Cardiología clínica, miembro de la Sociedad Española de Cardiología, profesor universitario, director médico en la industria del seguro de personas y conferencista para América Latina