Cuando Den Xiaoping visitó Corea y regreso a su país, reconoció ante sus viejos camaradas, esos que lo habían acompañado en la larga marcha, que enriquecerse era glorioso y decidió que China tenía que cambiar. Ese fue el comienzo para el país que por ahora detenta el mayor Producto Interno Bruto del mundo, que es poseedor de más del
sesenta por ciento de la deuda de Estados Unidos, y que ha logrado sacar a más de mil trescientos millones de la pobreza. Las reformas alcanzadas a través del llamado Pacto por México colocó al presidente de la República como uno de los mandatarios con mayor reconocimiento. Aunque muchos no lo quieran reconocer, Enrique Peña Nieto logro concitar la voluntad de los líderes opositores que se arriesgaron a darle una nueva oportunidad a México y a los mexicanos.
En poco tiempo México y su galardonado mandatario han pasado del posible éxito, porque estábamos iniciando el camino de la transformación de nuestra realidad, al fracaso. Los dolorosos sucesos ocurridos en Iguala, Guerrero, marcaron el camino de más de ciento veinte millones de personas que después de doscientos años de vida independiente observan que cerca de 240 mil de ellas detentan el 55 por ciento del Producto Interno Bruto anual, que es la riqueza que generamos, y el restante 45 por ciento se reparte entre ciento veinte millones de connacionales. Esa disparidad es la que nos sigue lastimando y establece nuestras prioridades como nación.
Lo ocurrido en Iguala es grave por muchas razones. La primera porque no se puede llevar al poder a cualquier persona simplemente porque tiene simpatía y riqueza. La segunda es que tampoco se debe enviar a estudiantes a confrontar a un gobierno municipal con la finalidad de obtener dinero a cambio de no alterar la paz pública. La tercera es que después de tanto trabajo para construir, ahora quieran algunos iniciar la destrucción sembrando odio y buscando utilidades electorales. México está enfermo de dolor por sus estudiantes desaparecidos. Pero es más grande y grave la enfermedad del odio que nos están sembrando quienes ven en el fracaso un nicho de oportunidad para hacerse de las riendas del país. Hasta ahora el Estado ha sido prudente y en algunas ocasiones ineficiente para imponer el orden entre los agoreros del caos y el desastre. Son menos los que quieren desgarrar a la nación para quedarse con los despojos, apostando al desorden, a la desobediencia civil.
Quienes cometen delitos tienen que arrostrar las penas que nos hemos impuesto con las leyes producto de nuestro contrato social. El que está detrás de todo, sembrando el odio entre los jóvenes y manipulando a las organizaciones magisteriales y estudiantiles, aspira al fracaso del México, ese que la mayor parte de los mexicanos queremos triunfante. Es deleznable que alguien pretenda ganar con la derrota de todos nosotros. El único camino que tenemos es el regreso de la legalidad, y eso quiere decir que la ley tiene que estar por encima de todos los promotores del desorden y del odio. Quien la haga, la tiene que pagar. Eso es lo que piden los mexicanos. Al tiempo. This email address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it.