Por décadas es “vox populi” la ausencia de planeación en México. De hecho nos acostumbramos ya a que cada sexenio todo inicia de nuevo. Se dan relevos en prácticamente todas las dependencias del Ejecutivo federal y se inicia una “nueva
administración”. En las conversaciones de café o sin él es casi común aludir a cómo se hacían las cosas antes, ahora y se abren interrogantes cómo se harán en el futuro inmediato.
Es cierto, el gobierno federal ya traza planes de más largo plazo o mediano cuando menos, pero el mexicano en general es renuente a la planeación tal vez porque implica una disciplina que en buena parte no es típica de la cultura del país. Creemos incluso que somos los ases de la improvisación y tendemos a actuar contra el reloj porque asumimos que carece de sentido tomarnos el tiempo necesario y darnos a la tarea de anticipar y diseñar el futuro. Es parte de nuestra idiosincrasia en general.
“Ahorita voy”, “no me tardo” y el típico “ya merito”, o “mañana se lo tengo” forman parte de nuestro léxico cotidiano, un verdadero anecdotario de la inexactitud y la imprevisión.
De hecho, somos “milagreros” hasta el cansancio. A veces nos resulta. Pero la verdad es que hacer las cosas sin planeación necesariamente conduce casi siempre al fracaso, la mediocridad, y al atraso. Por eso es frecuente que digamos “Dios nos agarre confesados”, una forma de decir pues a ver qué pasa en el lance y si perecemos en él, pues ya ni modo. Así seguimos siendo muchos mexicanos. “Pues a ver qué pasa”, soltamos con resolución casi total.
El caso es que somos alérgicos a la planeación, al método, al seguimiento y al hacer las cosas con un sistema de manera que nos aseguremos un resultado fijo y predecible, medible, incluso. De allí casi seguramente el motivo por el que la mayoría de los mexicanos somos reacios a la ciencia, que necesariamente implica el desarrollo de un sistema y/o un método precisos.
Este largo prolegómeno viene al caso de un incidente una de estas últimas noches en una gasolinera del país. Resulta que en horas de servicio, ésta fue cerrada dizque momentáneamente al público para dar paso al cambio de tarifas en las máquinas despachadoras. El cambio de tarifas consumió casi 30 minutos, que los clientes debimos esperar. Era tarde y no se aseguraba una estación cercana para reabastecer del combustible.
Bajo las nuevas reglas del mercado doméstico, aun por la diferencia de un centavo es preciso que los gerentes de las estaciones de gasolina ajusten sus máquinas, consuman tiempo y obliguen al cliente a una espera que no es exagerado calificar de excesiva. Y así cada vez que el gobierno federal –dicen que es el mercado- decida un nuevo precio de los combustibles.
Me pregunto si acaso no existe una forma electrónica o tecnológica de mover los precios en las máquinas despachadoras. Se supone que vivimos ya en un mundo de tecnología. Parece increíble que esos movimientos o adecuaciones en las máquinas despachadoras de combustibles aún tengan que hacerse con la ayuda de papel, lápiz y un celular para tomar imágenes de las bombas.
Imagine usted. Si ni siquiera sabemos cómo amanecerá el precio de las gasolinas y cuánto tiempo tomará ajustar las máquinas, muchos menos podríamos imaginar una planeación de carreteras, infraestuctura, vivienda y crecimiento, por citar unos tópicos. Vamos pues al día, como los alcohólicos.
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