Movilidad

SINGLADURA

En estos días de relativo sosiego vehicular en la capital del país, resulta y resalta para cualquier “chilangolopolitano” o residente de la ciudad de México, el placer de la movilidad. Y, por supuesto, se tejen quimeras. Ojalá fuera la ciudad el oasis de estas horas. Sería increíble. Todo mejoraría, incluyendo en primer lugar y de manera notable el ánimo de la ciudadanía. Un tránsito aceptable, fluido, impactaría como pocas cosas

y de manera sobresaliente, la calidad de vida de “chilangolópolis”. Si así estuviera siempre, qué felicidad, soñamos.

Pero nada. Desde hace años, los gobernantes –de alguna forma hay que llamarlos- de esta ciudad han incurrido en una falta –de muchas otras y peores- casi imperdonable, o sin el casi. Han obviado al punto extremo la importancia de la movilidad de las personas en esta megaurbe. No les importa. Este desdén trasunta muchos otros.

Al “gobernante” promedio le importa un bledo que el residente o habitante de la tatarabuela de México-Tenochtitlan, pase horas de su tiempo de vida y pague muchísimo no sólo en términos pecuniarios, sino de salud, por la movilidad o los traslados en esta urbe gigantesca, desordenada y peor gobernada.

Y podría argumentarse que el tema del transporte palidece frente a otros dramas de la gigantesca ciudad que habitamos. Pero no. En realidad, el asunto del desplazamiento de personas y bienes, debiera constituir un eje central, un tema básico, en la agenda gubernamental capitalina, y más aún, de los aspirantes a gobernarla.

Los costos del desbarajuste que priva en el transporte urbano y suburbano, público y privado, son enormes como dije, y son superlativos especialmente para los residentes más vulnerables, más desprotegidos, los más débiles socialmente en una palabra.

Citemos algunos casos o experiencias que parecen increíbles, pero que son reales. Un agente policial, cuyo nombre reservo por consideración y respeto, me contó hace unos días que viaja desde el norte de la ciudad –en algún punto cercano a Ecatepec- a Tecamachalco para trabajar. El viaje redondo tiene un costo monetario para este humilde policía de 90 pesos, si, 90 pesos. Su rutina de viaje consume siete horas, sí, siete horas por jornada. ¿Imagina usted siquiera lo que esto significa? Y no es todo. En su odisea de viaje, arriesga un asalto a bordo del autobús que toma en la autopista México-Pachuca, cerca de un punto próximo a la caseta de cobro, en medio de tumultos de decenas, si no centenas, de potenciales usuarios. Es penoso, indignante y vergonzoso.

Pero claro a los “gobernantes” de la ciudad de México, lo mismo que a los que cobran y muy bien por cierto, como funcionarios de movilidad en el estado de México, esto no les importa, o más bien, les importa un bledo.

El anterior es solo un caso, pero son millones de personas que sufren cada día el drama del pésimo transporte capitalino. Muchos, si no es que todos ellos, pasan horas de sus vidas en una red de transporte peligrosa, deteriorada, insuficiente y costosa. No les va mucho mejor a los automovilistas capitalinos, sujetos al suplicio de conducir un auto.

Pero de igual forma, para los señores que dicen que gobiernan la ciudad y el área metropolitana, esto es peccata minuta.

¿Hasta cuándo? Esto es sólo una evidencia más del desdén hacia los gobernados y luego hay quien pregunta por qué tanto enojo social, que por si fuera poco califican de “irracional”. Hágame usted favor.

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