A ver, no es que uno quiera aguar el caldo de los comicios presidenciales y de otros 3.400 cargos de elección popular, pero la verdad es que de los cinco postulantes a la
primera magistratura no se hace uno. De hecho, dudo mucho que alguno de los cinco pueda ganar con una mayoría demasiado amplia. José Antonio Meade, si se quiere, el más formado de los aspirantes, carga con el fardo del PRI y sus tutelas partidistas. Se le ha querido presentar como el candidato ciudadano, pero no termina de cuajar. Es pero no es. Así de complicado tiene el panorama y si primero remonta en las encuestas y gana la presidencia, habrá hecho una osadía digna de Ripley. La verdad. Es demasiado lo que le piden a Mead quienes le encargaron la tarea de suceder al presidente Enrique Peña Nieto, quien dicho sea de paso tiene una tarea infinitamente mayor para asegurarse de que Mead lo releve que cuando compitió hace cinco años por Los Pinos. Conservar la presidencia para el PRI será el mayor reto de su vida política, sin duda. Vivir para verlo.
Del joven Ricardo Anaya, sólo habría que rescatar su juventud, un defecto sin embargo que se cura con los años. Es cierto, se ha preparado y se le conoce como una persona sumamente ambiciosa, que desde muy joven mostraba su proclividad y aún avidez por el poder y el dinero. Ya dio muestras contundentes en su vida pública de esto, pero es muy grave que haya tejido su “exitosa” carrera política con base en un tránsito peldaño por peldaño en la traición, que es engaño y deslealtad. Cuidado con una persona así, peor aún si es joven como Anaya. El peligro es mayor.
Resumiré los perfiles que observo en Margarita de Calderón y Jaime Rodríguez. Ambos están hoy en la boleta presidencial a partir de la trampa, el engaño y no sé que otra encomienda inconfesable. Ambos saben, estoy seguro, que no llegarán a la presidencia del país este año y sin embargo persisten en una farsa. ¡Qué flojera! Desconozco qué los anima en una causa que saben está perdida desde ahora y de allí deriva la presunción de que tienen una encomienda inconfesable, seguramente. Después de todo, nadie da paso sin huarache, pero a la presidencia no llegarán.
Sobre Andrés Manuel López Obrador hay poco que agregar. Los electores mexicanos ya lo conocemos bien. Lo hemos tenido a la vista de la escena nacional para bien y para mal por demasiados años. Pero además, sus adversarios nos lo han presentado hasta el cansancio. Y por si eso fuera insuficiente, hoy día se habla de él hasta la saciedad. Poco o prácticamente nada podría agregarse a su perfil. Me pregunto incluso si habría necesidad de decir algo más de él.
Y sin embargo, uno de los cinco –tres si acaso- será el presidente de México a partir de diciembre próximo, salvo que algo horrendo e indeseable ocurra.
De nueva cuenta, no encuentro con el óptimo de esos tres. ¿Sólo tres? ¿Sólo dos? ¿Estos dos son lo mejor que tenemos para el máximo cargo político del país? ¿Podemos confiar absolutamente en cualquiera de ellos dos y poner en buena parte el destino del país en las manos de uno de ellos?
México atraviesa hace años por un problema político fundamental. El país carece hace años de una clase política con visión nacional, ya no digamos honesta y comprometida. El presidente que venga enfrentará esta circunstancia de nueva cuenta, aun y cuando tenga la sabiduría de saberse rodear y convocar al país a una nueva etapa nacional, que en todo caso y en el menos peor de éstos, debería empezar con la fuerza indómita de la voluntad.
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