En momentos en que bajaban las manifestaciones más agudas de la guerra al huachicoleo y aún este fenómeno
entraba a formar parte casi normal de las preocupaciones cotidianas del país, sobrevino la primera gran tragedia del sexenio: un pavoroso estallido de combustible en el pueblo hidalguense de Tlahuelilpan, ubicado a unos 70 kilómetros de la capital de ese estado y cuyos pobladores, entre 30 y 35 mil personas, se dedican predominantemente a actividades relacionadas con el transporte y la agricultura.
Parte de la geografía de la pobreza, que predomina en Hidalgo, Tlahuelilpan es un poblado casi rural, de bajo desarrollo y escasas expectativas. No es extraño en ese contexto que se haya suscitado la tragedia que conocemos desde el viernes y que segura, aunque dolorosamente, nos dejará un saldo todavía peor al registrado oficialmente. Casi un centenar de muertos y una cifra similar de heridos por el infausto estallido en una línea cargada de combustible constituye un saldo desgraciado para México y cualquier comunidad o país del mundo.
Nunca debió ocurrir semejante catástrofe, en la que muchas personas se convirtieron en teas humanas, pero una serie de factores como casi siempre ocurre en este tipo de desastres se conjugaron en un solo momento para detonar la tragedia, que hoy enluta no sólo al estado de Hidalgo sino al país completo.
Déjenme sin embargo aludir tres de estos factores: ignorancia supina, falta de previsión, y lo peor, la cultura del agandalle que se observa de manera creciente en todos los segmentos socieconómicos del país como un subproducto de las inveteradas prácticas corruptas que se enseñorean sin ton ni son en México, que explican muchas conductas socialmente perniciosas y peligrosas como las que resume por ejemplo la conseja de “más vale que digan que soy un cabrón a un pendejo”, o aquella otra de que “si no roba es por pendejo”. U otra más que le escuché hace años a Ángeles Mastretta: “no me pregunten si soy honesta, lo que pasa es que nadie me ha ofrecido nada”.
Sobre la ignorancia poco hay que agregar, salvo que siempre es demasiado costosa, al grado incluso de implicar la vida. La ausencia de previsión no es menos costosa. Siempre lo hemos visto y padecido en México, si bien hay avances a raíz de las experiencias dramáticas y trágicas que acumula el país por causas que incluyen los devastadores terremotos y otros fenómenos sociales o de la naturaleza, que a decir verdad algo o aún mucho nos han enseñado, aun falte mucho por hacer.
Lo peor es sin embargo la cultura del agandalle que se ha incubado desde hace mucho tiempo y lentamente en la forma de ser y actuar nacional. No se explica de otra forma el frenesí manifiesto por apoderarse de lo ajeno en Tlahuelilpan. Dicen los japoneses que si algo –cualquier cosa- no es tuya, pertenece a alguien y eso lo convierte en intocable.
No quiero aventurar hipótesis, pero me encantaría saber qué porcentaje de los mexicanos resistiría de manera firme y sin dudar la tentación del robo o de la apropiación del bien ajeno, aun en circunstancias fortuitas y sin mediar algún peligro. Hay que preguntárnoslo personalmente, pero sobre todo pasar la prueba del ácido.
Los hechos ocurridos en Tlahuelilpan, una tragedia nacional –insisto- deben dejarnos enseñanzas, aun así resulten demasiado crueles. Paz a los difuntos y consuelo a los vivos, que espero renuncien a la idea de vender a sus muertos.
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