Una cosa es proponer e impulsar 16 horas al día el fin de un régimen y otra
incurrir en un desorden, así, sin calificativos, en el que se perpetran equivocaciones y descalificaciones de todo tipo, entre ellas muchas de naturaleza grave, entre otras acciones hechas sin ton ni son y sólo con base en el criterio absolutista de yo mando aquí o, incluso, bajo el paraguas o el escudo de los 30 millones de votos, que como todas las cosas en esta vida no serán para siempre.
Es cierto, el triunfo fue y es inobjetable, pero una vez asentado en Palacio Nacional, tendría que pensarse con una visión nacional, en el interés del país y no sólo bajo el escudo de los 30 millones de votos, que con el tiempo y los constantes yerros, puede abollarse y/o dejar de ser la patente de corso hasta ahora esgrimida para justificar numerosos desmanes, que sería prolijo enumerar aquí pero que están a la vista de quien tenga ojos para verlos de manera desapasionada y con un grado mínimo de objetividad.
Habría que pensar entonces con generosidad, con magnanimidad incluso, para asumir con dignidad, pero sobre todo con acierto, la representación de todo el país, y de manera especial, incluir y aún atender a los adversarios, que algo también podrían aportar si es que les importa el país, y no sólo sus muy privadas razones e intereses.
También es cierto, que Morena y su líder hoy en la presidencia, arrasaron en el Congreso de la Unión, la Ciudad de México, las alcaldías capitalinas y en numerosas legislaturas estatales. Es cierto igualmente que el presidente hoy tiene “las riendas del poder” en sus manos, según el mismo proclamó no exento de algún grado de soberbia en diciembre pasado, pero debería pensar, él especialmente, sus equipos y asociados en todas las esferas del país, que aún con ese poder en las manos o en donde sea, resultará muy difícil, si no imposible, gobernar para todos los mexicanos si es que como han dicho y proclamado hasta el cansancio están pensando en México y no en un segmento poblacional, por numeroso que éste sea, que determinó encargarle –encargarle, insisto- el poder, y sobre todo su gestión en beneficio nacional, y no sólo de un sector, así sea éste el que mayor apoyo y gestión demande, y en nombre de quien se gobierna.
Esto, que podría considerarse una ingenuidad o una quimera, frente al mundo de la llamada “real politik”, me parece sin embargo una condición sine qua non para el progreso, la integración y sobre todo la convivencia armónica de un país, especialmente uno tan dividido como el nuestro por fenómenos que van desde la violencia y el despojo económico, hasta el crimen organizado y el desgarre permanente y peligroso del tejido social, entre otros muchos.
Antes que percibir, medir estas tensiones, pero sobre todo buscar aminorarlas, se ha optado desde el púlpito del poder por el reto permanente, el enfrentamiento y el desafío. Peor aún, se está alentando de manera casi cotidiana la descalificación del otro, y especialmente del diferente, del crítico, del que opina distinto, aún se haga con el manido o consabido recurso de que se procede, pontifica y actúa “con todo respeto”.
Dijo el presidente en su discurso de asunción en diciembre del 18: “actuaré sin odios, no le haré mal a nadie, respetaré las libertades, apostaré siempre a la reconciliación y buscaré que entre todos y por el camino de la concordia, logremos la cuarta transformación de la vida pública de México”. Que así sea o, dicho de otra forma y a tono con los días: amén.
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