Al gigantismo que atenaza y pone en grave peligro a la ciudad de México, un fenómeno de vieja data, se suma ahora el rápido hundimiento de la capital del país. Y uno se pregunta cómo es que las advertencias y aún los estudios se multipliquen y sin embargo, no haya gobierno a la fecha que haga algo
para impedir que sólo estos dos fenómenos lleven a la otrora leal y noble ciudad de México al colapso total.
Inimaginable, al margen de toda lógica, que el conocimiento de hechos peligrosos sea inútil para prevenir, para impedir y/o evitar. ¿Para qué sirve entonces saber algo de graves, gravísimas consecuencias humanas, económicas y ambientales que va a ocurrir y no se haga nada? Así es la irracionalidad que nos domina en todo caso a gobernantes y gobernados.
Es ya un lugar común decir que el gigantismo que sufre la ciudad de México crece como hiedra y devora prácticamente todo, incluso la vida de sus habitantes, los supervivientes intoxicados con las nanopartículas denominadas PM2.5, cuyos componentes desconocemos al menos la mayoría de los “chilangopolitanos”.
Sabemos si acaso que esas partículas finas, -así las llaman las autoridades- se meten en nuestro organismo, invaden los pulmones y en algunos casos generan la muerte. Así de simple, así de grave. ¿Y? ¡Nada!
La titular del gobierno capitalino, Doctora Claudia Sheinbaum, su secretaria de Medio Ambiente, Marina Robles y aún el gobernador mexiquense, Alfredo del Mazo, anunciaron hace meses medidas con las que pretenden abatir la contaminación atmosférica que ya está cobrando vidas y generando enfermedades entre los capitalinos. Resumido, el plan prevé la plantación en 18 meses de unos 10 millones de árboles y el endurecimiento del programa Hoy no circula, que incluirá ahora a las calcomanías 0 y 00. Pero, claro, otras urgencias devoran a los gobernantes.
Lo hemos venido diciendo. Lo reiteramos hoy: no se prevé, o al menos no se dijo, la adopción de alguna fórmula que garantice el fin de la corrupción que también envenena e impera en numerosos centros de verificación en la capital y del aledaño estado de México. Omitir no sé por qué razones o motivos la necesidad de poner un candado inviolable a la corrupción que sabemos impera en los centros de verificación vehicular mellará cuanto programa se anuncie.
La siembra de árboles en la ciudad es una buena idea. Consumirá recursos, tiempo y exigirá cuidados para garantizar la sobrevivencia del mayor porcentaje de árboles sembrados y de espacios reforestados. El esfuerzo es loable y ojalá fructifique para beneficio de todos, pobres, ricos, o de la clase media sobreviviente. Mal o bien, todos respiramos y ojalá que sea un aire menos sucio, con menos veneno.
Pero el tema de fondo es el crecimiento urbano desbordado, indetenible, anárquico, estúpido y, lo peor, suicida. Hace años, insisto, la ciudad se convirtió en el botín de la codicia de gobernantes que hicieron suya la máxima hankiana (Carlos Hank González), según la cual un político pobre es un pobre político. Hank González hizo de la fórmula política-empresarial su bastón de mando y el eje de su fortuna. Por poco alcanza la presidencia del país, pero se le atravesaron una vocal y tres consonantes: “Hank”, de origen alemán. Quizá en otra vida.
Y la ciudad creció y se multiplicó, alentada en buena parte por los ejes viales, así hayan costado la expropiación de centenares de inmuebles, la tala aberrante de miles de árboles y el crecimiento desmesurado de la capa asfáltica.
Poco antes fue el metro capitalino, inaugurado por el entonces Jefe del Ejecutivo Federal, Luis Echeverría Álvarez, y que marcó sin duda el mayor hito modernizador de la capital mexicana. Una obra necesaria, claro, para una ciudad crecientemente gigantona, pero que terminará por devorar el gusano naranja, por más kilómetros que añadan de túneles y vías, subterráneas o en superficie.
Así podemos seguir enumerando obras de infraestructura cada vez más avasalladoras de la ciudad como parte de la consigna pública número uno de los gobernantes: crecer, así sea a cualquier precio. Los segundos pisos, las ampliaciones de avenidas y aún las nuevas rutas del metro para conectar puntos ignotos y desconocidos por una inmensa mayoría de residentes de la ciudad, han marcado la pauta.
Y qué bien podría decirse. El crecimiento es bueno, podría argumentarse. Mas no siempre, hay que advertir. La ciudad, como cualquier ente vivo, enfrenta límites al crecimiento desmedido, desordenado, inmenso, contrahecho. Pero eso a pocos importa. Menos a los gobernantes, que al amparo del crecimiento se han enriquecido con el ánimo de conjurar el peligro personal de ser unos políticos pobres, así resulte en perjuicio de los capitalinos y de quienes habitan en las goteras de la megalópolis mexicana en que se ha convertido –la han convertido- toda clase de “políticos” mercachifles.
Es tiempo de que alguien piense en la urgencia de poner un alto al crecimiento de la ciudad, aun y cuando esto implique la renuncia a pingues negocios a costa de la capital del país. No podemos ni debemos seguir creciendo al ritmo que llevamos. Si persistimos, todo nos quedará chico. De hecho, ya todo nos queda chico. Es obvio. No hay ciudad en el mundo que soporte un crecimiento imparable. Es peligroso y sólo por eso hay que evitarlo.
Y si esto pasa en la capital del país, no le cuento por razones de espacio, lo que está sucediendo en ciudades aledañas a la gigantona capital mexicana. Hay que parar el crecimiento a lo bestia, como decimos coloquialmente. Las ciudades y el país, claro, requieren planeación, límites, horizontes concretos y viables.
La ciudad ha venido creciendo de una manera anárquica sin un control de los Gobiernos Federal y Estatal, generado por el binomio de Corrupción e Impunidad desde hace más de 100 años.
El o los riesgos del crecimiento urbano y poblacional por consiguiente de los servicios y la infraestructura inmobiliaria es multifactorial: Escasez de agua, Incremento de la contaminación ambiental, alto consumo de energéticos. Los funcionarios responsables de las áreas son improvisados y sin conocimiento técnico.
Un dato más: la capital de México y su adyacente zona suburbana que comparte con el Estado de México, en la que radican 21 millones de personas, se hunde irreversiblemente y los expertos creen que, aun tomando medidas ahora, las cosas no volverán a ser como antes.
El ritmo en que la metrópoli baja de nivel es de 50 centímetros al año. Esto pese a que en los años 50 dejó de perforar aguas subterráneas, conforme un estudio de la Universidad de Oregon, el Instituto de Tecnología de California y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). La peor noticia es que no se espera que la antigua capital de los aztecas, llamada La Gran Tenochtitlán y rebautizada como La Nueva España en la época de la conquista, recupere sus niveles perdidos, sino más bien los más probable es que siga su vertiginoso viaje hacia el desastre.
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@RoCienfuegos1