Eso que llaman Poder.

Desconozco -confieso- cuáles son los resortes que me hacen evocar tanto en estos días la segunda presidencia en Venezuela del veterano y ya fenecido

político Rafael Caldera Rodríguez, un figurón, indisolublemente hermanado a Hugo Chávez, que prometió y cumplió la extinción de los dos partidos políticos tradicionales de ese país sudamericano, hoy tan venido a menos, y tanto como esas dos toldas políticas.

Y es que en el epílogo de su carrera política, que incluyó cinco candidaturas presidenciales por el socialcristiano Copei, Caldera, de 76 años, tuvo el olfato de darse cuenta de que la aventura insurreccional chavista el 4 de febrero de 1992 le abría el paso y la circunstancia para aspirar a una segunda jefatura del estado venezolano, algo que su archirrival Carlos Andrés Pérez ya había logrado.

Aún olía a pólvora de metralla en Venezuela en las primeras horas del cuatro de febrero de hace 29 años, cuando Caldera, presuroso, acudió al Senado del país para pronunciar un discurso que de inmediato lo catapultó al poder bajo el virtual amparo de Chávez, algo que más tarde recompensaría desde la presidencia del país con el indulto al líder golpista y sus aliados.

Reacio incluso a suscribir un decreto presidencial para la suspensión de garantías en los momentos que siguieron a la insurrección militar, Caldera negó que la intentona chavista tuviera como propósito asesinar a CAP.

El apetito de poder galvanizó, entusiasmó y aún rejuveneció a Caldera, quien en el Senado pronunció un vibrante y encendido discurso propio de un aspirante al poder.

“No encuentro en el sentimiento popular la misma reacción entusiasta, decidida y fervorosa por la defensa de la democracia que caracterizó la conducta del pueblo en todos los dolorosos incidentes que hubo que atravesar después del 23 de enero de 1958” cuando fue depuesto del poder el general Marcos Pérez Jiménez, dijo Caldera aludiendo a las reacciones populares tras la insurrección chavista.

De hecho, el discurso fue el primero de la campaña que iniciaría Caldera en contra del presidente Pérez, su adversario histórico.

“Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia, cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad”, dijo el exmandatario.

El veterano político alzó entonces las banderas antineoliberales, de combate a la corrupción, la inseguridad pública y por supuesto de oposición al modelo democrático que se instauró en el país tras el fin de la dictadura de Pérez Jiménez.

“No podemos nosotros afirmar en conciencia que la corrupción se ha detenido, sino que más bien íntimamente tenemos el sentir de que se está extendiendo progresivamente”, argumentó con el propósito evidente de pavimentar su ascenso político.

Además, dijo, “vemos con alarma que el costo de la vida se hace cada vez más difícil de satisfacer para grandes sectores de nuestra población, que los servicios públicos no funcionan y que se busca como una solución que muchos hemos señalado para criticarla, el de privatizarlos entregándolos sobre todo a manos extranjeras, porque nos consideramos incapaces de atenderlos”.

También aludió al fenómeno crítico de la inseguridad pública. “Que el orden público y la seguridad personal, a pesar de los esfuerzos que se anuncian, tampoco encuentran un remedio efectivo”, observó.

Iniciaba así la segunda campaña presidencial de Caldera, como un tozudo opositor de Pérez y con un discurso que prometía acabar con el “demonio” del Fondo Monetario Internacional (FMI).

Un año después de la intentona chavista, Caldera se convirtió en candidato de una alianza partidista variopinta que se conoció como “el chiripero” y que incluyó un amplio espectro político-electoral, desde la derecha evangélica hasta remanentes del comunismo venezolano.

“Con el chiripero me voy a devorar a los cogollos”, prometió entonces Caldera, en alusión a AD y Copei, los dos partidos tradicionales venezolanos que de manera alternada gobernaron al país a partir del llamado Acuerdo de Punto Fijo que siguió a la dictadura de Pérez Jiménez.

Caldera cumplió su advertencia de devorar a los “cogollos” y asumió la presidencia de Venezuela en febrero de 1994.

Entre sus primeras medidas destacó el sobreseimiento de las causas penales contra Chávez y sus compañeros de armas sublevados en febrero y noviembre de 1992. En los hechos, Caldera pagó su deuda con Chávez, a quien cinco años más tarde le cedió la presidencia.

Durante su segunda presidencia, Caldera firmó acuerdos con el FMI, el “demonio”, al que tanto satanizó.

Al término de este período, el 2 de enero de 1999, Caldera habría de admitir las fallas de su gestión al señalar que "habríamos querido hacer mucho más de lo que hemos podido cumplir, pero las circunstancias no han sido favorables".

Tras el indulto otorgado por el presidente Caldera al comandante Chávez, éste se inscribió para participar en las elecciones presidenciales de diciembre de 1998, apenas seis años después de su insurrección armada en contra del gobierno de CAP.

Candidato a la presidencia de Venezuela por el denominado Movimiento V República (MVR), Chávez se proclamó el intérprete fiel del pueblo, un adalid contra la corrupción y el hombre que instauraría una nueva Venezuela, muy lejos de los partidos Acción Democrática y Copei, desprestigiados entonces y a la baja en el ánimo de los electores.

Chávez, un astuto y excelente intérprete del sentir popular, se asumiría como un auténtico cruzado, quizá el único en ese momento, para lidiar contra el neoliberalismo económico, que pretendió sin éxito impulsar el presidente Pérez en su segundo mandato constitucional, iniciado en 1989.

“Con Chávez manda el pueblo”, fue una de las consignas favoritas de Chávez con las que inició un recorrido por todo el país. Anticipó entonces una Asamblea Constituyente para instaurar la revolución bolivariana.

Como era previsible, y sin que su pasado golpista pesara en el ánimo del electorado venezolano, Chávez ganó las elecciones de 1998, dejando en el camino a sus adversarios más cercanos, los exgobernadores Henrique Salas Römer y la belleza venezolana, Irene Sáez.

Al asumir su primer mandato presidencial en febrero de 1999, Chávez juramentó sobre una “moribunda” Constitución, según la calificó.

Chávez ejerció el poder hasta su muerte, en 2013, pero su legado lo recogió Nicolás Maduro, “el hijo de Chávez”, según él mismo lo proclamó.

Moisés Naim, un ex ministro de Fomento durante la segunda presidencia de Pérez, explicó el fenómeno Chávez.

Chávez es “un político astuto y carismático. Pero el carisma y la astucia no bastan para explicar su extraordinario ascenso y su casi completa hegemonía sobre la política venezolana”, dijo Naim, en el número 82 de Estudios de Política Exterior, edición julio-agosto de 2001.

Lo que distingue a Hugo Chávez de sus rivales no es sólo su rara habilidad para sintonizar su mensaje con las más profundas creencias de la amplia mayoría de la población, sino su entusiasta disposición a activar la rabia colectiva y los resentimientos que otros políticos no pudieron ver, rechazaron utilizar o, más probablemente, porque tenían intereses creados en no exacerbar”, apuntó Naim.

Así, y según Naim, los atributos personales de Chávez y las circunstancias del país convergieron para hacer del legendario comandante el presidente más popular de la historia reciente de Venezuela, y dotar a su gobierno de un inmenso capital político.

Lo que siguió después de Chávez y con Maduro, ya lo sabemos. Y yo no sé por qué siempre lo recuerdo.

@RoCienfuegos1

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