Es un hecho, el poder de la palabra, un distintivo único y sui géneris de los hablantes, las personas todas. Y, sin embargo, pocas veces, ninguna en otros
casos, meditamos sobre las formas o expresiones que utilizamos. Ciertamente, es complejo el uso del idioma y, más todavía, la manera en que nos expresamos. También en esto hay formas y fondos.
Los maestros de antes, muchos de aquellos que nos enseñaron y lo siguen haciendo a lo largo de nuestras vidas, insistían en las aulas o fuera de ellas, en la importancia de la enseñanza del español, la geografía, la historia y las matemáticas. Se añadía a esta lista importante del conocimiento, el civismo. Con el tiempo, también parece que eso ha cambiado y no precisamente para bien y/o para mejor. Hoy, los chavos y aún aquellos que no lo son tanto, al menos muchos de ellos, utilizan un idioma crecientemente precarizado bajo la idea de que hablar mal y mucho, resulta juvenil y avasallante. Ni hablar de muchas expresiones coloquiales que rayan en la vulgaridad, así ésta se extienda y por ello se asuma como algo normal, común y corriente. La extensión de esto no implica su legitimación. Ninguna de ambas prácticas es cierta, pero mucha gente cree lo contrario.
Hablar con doble sentido, con una abigarrada carga sexual, o utilizar palabras altisonantes, ni hace más joven a quien ya dejó de serlo ni tampoco otorga triunfo alguno, aunque parezca. Ocurre ciertamente lo contrario de lo que se cree.
El empobrecimiento del idioma es notorio y alarmante. Aun quienes emborronamos espacios en blanco, caemos con frecuencia en el uso del adjetivo, la palabra soez y aun atropellante como si en ello nos fuera la contundencia de lo que pretendemos decir. Ni hablar de quienes con frecuencia en los medios de difusión masiva insisten en el uso de los lugares comunes, la frase trillada o hecha, y aún peor cuando hay una insistencia, pocas veces saludable, para que deje de practicarse un lenguaje más amplio y rico para transmitir ideas, conceptos o temas. Hay quienes abonan en la pobreza del lenguaje bajo el pretexto de la ignorancia o incluso de la sencillez. Los medios también tienen la obligación de educar y no sólo de informar. Al final también forman y/o deforman. Pero muchas veces se renuncia a esa tarea formativa con base en el “argumento” de que hay que usar palabras simples. Esto es cierto en parte, pero no debería reducirse el lenguaje a la simpleza porque las palabras que no se emplean, a la larga se pierden luego de que caen en el desuso.
Persiste entonces la obligación del uso de un lenguaje que además de comunicar, enriquezca la vida y el mundo de los hablantes. Pero para desgracia nuestra no abundan los buenos ejemplos de esto. Asomarnos al lenguaje público, pronunciado cada vez sin el menor cuidado, también trasunta el creciente deterioro nacional, en el que parece nos empeñamos, aun aquellos que debieran contenerse más por la preminencia de sus funciones y responsabilidades públicas incurren estas malas prácticas.
Un presidente, por ejemplo, que manda “al carajo” a instituciones, personas y aun cuerpos normativos, apena a muchos mexicanos. Ni hablar de los consejos que repite a sus adversarios para que compren vitacilina. Un funcionario responsable de medios públicos que presume sus preferencias sexuales y se enorgullece de ello, violenta su propia intimidad aun así a él le cause orgullo y, de ribete, un empresario de medios de comunicación que alude frases hechas con una clara connotación sexual, degrada su dignidad y papel empresarial.
Ni hablar de los vocablos y aún adjetivos empleados públicamente y aún de manera escrita por un popular publicista, y los de una diputada del Congreso de la Ciudad de México que alude también públicamente de forma grotesca y grosera a la necesidad fisiológica de defecar. ¿Pues de que se trata? ¿Acaso competimos para ganar el trofeo de la degradación? ¿Es normal? Cuidar un mínimo el lenguaje que hacemos nuestro, muchas veces sin rubor ni contención alguna, podría y debería ser el preámbulo de cualquier progreso personal con repercusiones sociales importantes. La palabra construye, pero también derruye, socava y arruina. ¿No lo cree?
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@RoCienfuegos1