Cuando este lunes muy probablemente el Senado decida la permanencia hasta 2028 de los militares en las calles de México para disuadir
-si acaso- perseguir, enfrentar, detener o someter y matar -algo que suena durísimo- ultimar sería mejor decir, a los criminales que flagelan hace años al país, el poder civil constituido estará reconociendo el fracaso de éste y los gobiernos que lo antecedieron en la primera y principalísima tarea que cualquier estado democrático tiene ante sus gobernados: garantizar la vida y el patrimonio de éstos, y al mismo tiempo cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan, conforme el compromiso que asumen junto con el poder que se les confiere.
Esto ocurrirá en medio de un debate intenso que plantea el dilema extremo entre la opción militar -a través de la Guardia Nacional- y la urgencia de contener al crimen organizado para garantizar la seguridad ciudadana. Pero en realidad se trata de que el poder civil constituido legítimamente se arredra y recula para ceder la estafeta de la seguridad pública a los militares, el último baluarte -se cree- de la seguridad de los mexicanos. En el fondo, los civiles se declaran en los hechos incapaces de cumplir una responsabilidad, esa sí y siempre, constitucional.
“Argumentan” quienes ahora quieren escudarse en los militares y escurrirse el bulto de su responsabilidad, que, sin los militares, México sería víctima de un hampa desenfrenada, violenta y criminal. El país ya lo es desde hace tiempo y aun mucho antes de que se instaurara la política de “abrazos y no balazos”, ya fallida conforme todos los datos e indicadores, y aun el reconocimiento presidencial de un cambio de opinión sobre el recurso castrense.
Y es que el drama de fondo, antes y ahora, es que los políticos encaramados en el poder desde hace varios sexenios, han rehusado hacer lo correcto en materia de seguridad pública. ¿Y que habría sido y es todavía lo correcto? Simple y complejo a la vez. Simple porque hace tiempo debió emprenderse una política de Estado a favor de la seguridad de los mexicanos y de combate real y de orden civil del crimen. Pero no se hizo. Hace años debió iniciarse la formación de cuadros policiales -civiles, insisto- entrenados, equipados, honestos y pagados de manera equiparable a la responsabilidad que su labor entraña. A la par, debió emprenderse una política, también de Estado, para garantizar una reforma profunda y constitucional, al sistema judicial del país para limpiarlo con base en una serie de estrategias de la corrupción, el burocratismo y la complicidad que lo caracterizan. Tampoco se hizo. La impartición y procuración de la justicia en México es algo casi excepcional. Pero a prácticamente nadie con la capacidad y el poder para acometerla, le importó. El tiempo acumuló problemas, dramas y por supuesto, injusticias. El sistema carcelario del país, apesta a pobreza y corrupción. Pero tampoco a nadie importó ni antes, ni en estos días.
Ahora, cuando el agua nos llega al cuello, se toma la decisión de echar mano del último baluarte: los militares, bajo una presunción al menos ingenua que los ve incorruptibles, y menos todavía cuando en forma deliberada y con propósitos que en verdad, desconocemos la mayoría de los mexicanos, se les otorga un poder prácticamente absoluto, lo mismo que fondos económicos casi ilimitados que ya soñarían sectores críticos para el país como la educación, la salud y el desarrollo, por sólo citar tres de las numerosas áreas críticas para México.
Es imprevisible y aún causa de desconcierto y temor, lo que ocurrirá en México con la consolidación del recurso militar en lo que resta de este sexenio y hacia adelante. No es descartable, sin embargo, que esta alianza tácita cívico-militar, anuncie un tiempo nublado para México. Baste recordar esta cita del historiador británico Lord Acton: “El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente”. Y si no, al tiempo.
Roberto Cienfuegos J.
@RoCienfuegos1