Enfermito, enfermito, como dijo la víspera el presidente Andrés Manuel López Obrador, pero aún con la fuerza suficiente para seguir en la lucha,
una larga brega que inició allá en sus terruños tabasqueños hace prácticamente un medio siglo. Se dice sencillo, pero es un hecho que el presidente López Obrador está en el cenit de su carrera política y, al mismo tiempo, en la antesala del balance final.
¿Hay algo que rescatar de la gestión del presidente López Obrador? Sí, claro. Primero, su tozudez y persistencia para bregar contra viento y marea por muchos años para alcanzar la presidencia del país, algo reservado a muy pocos mexicanos. Así que sin duda esto, este hecho por sí solo constituye una hazaña política.
Luego, es innegable el olfato político que le permitió fundamentar su sintonía con amplios segmentos poblacionales, y sobre todo electorales. De igual forma, López Obrador constituye un animal político absoluto en el término aristotélico más amplio y/o cabal. Supo interpretar la realidad política y el sentimiento ciudadano predominante, caracterizados ambos por un hastío profundo con los dos partidos políticos tradicionales del México contemporáneo, aludo, claro, al PRI y al PAN, cuyas prácticas cotidianas acumularon y expresaron una profunda desilusión social, si bien en el caso priísta no puede desconocerse, y si se hace es por ignorancia o perversión, que construyó el México postrevolucionario y supo institucionalizar el México bronco, aun cuando después, se pervirtió y aún corrompió en grados extremos.
López Obrador también supo cómo resumir y capitalizar el hartazgo ciudadano con un sistema político que si bien, hizo cambios, enraizó la corrupción como sistema de reparto entre élites de todo tipo y ambiente.
Más aún, López Obrador tuvo el acierto de incorporar a la Cuarta Transformación, su movimiento propulsor, en las principales corrientes históricas progresistas que definieron al México contemporáneo. Hay otros aciertos del fenómeno lópezobradorista.
Su discurso a favor de los pobres, la absoluta mayoría de la población mexicana, caló hondo y profundo en la esperanza precisamente de millones en México, que se volcaron a las urnas en su apoyo. López Obrador añadió su prédica frontal contra la corrupción, en efecto un cáncer nacional, no de cuño reciente, sino histórico, que sin embargo sigue imperante.
Otro acierto político de López Obrador fue y ha sido la confrontación con las élites, visualizadas desde la psique colectiva mayoritaria del país, como los amos del valle o los cacaos del México contemporáneo. Su confrontación constante con estos segmentos le sigue redituando beneficios políticos. Así esto, y también hay que decirlo, sirva de muy poco o prácticamente nada a la construcción de un México incluyente, plural y solidario para impulsar el progreso nacional.
Ya en el ejercicio de su gestión, una proyección de sus promesas y compromisos de campaña ha enfrentado una embestida desde diferentes frentes de batalla, algunos de generación natural y aún espontánea, otros atizados por él mismo con el propósito de mantenerse fiel a sus clientelas y unos más surgidos como consecuencia de sus propios errores y una reacia disposición a delegar y dejarse ayuda por los miembros de su propio tren ejecutivo. Es proverbial la desconfianza de López Obrador incluso sobre su sombra. También se le conoce por su afán centralizador y sobre vigilante, lo que neutraliza a sus colaboradores, aún a los más cercanos.
La pandemia del coronavirus, primero, y este año, la incursión armada de Rusia en Ucrania, han ejercido una presión tremenda sobre la gestión y calidad de ésta a lo largo de los últimos cuatro años, y de hecho podrían marcarla, aunque también dar un argumento políticamente interesado sobre los saldos de la administración.
Los embates de amplios segmentos periodísticos y aún de los considerados “líderes de opinión”, también han obligado a López Obrador a ponerse a la defensiva y aún al frente de una cruzada contra sus críticos, que también han mellado su propia gestión, y que se expresa en un virtual cisma nacional, atizado por lo demás de forma cotidiana y cuyos saldos incluyen del otro lado la extinción física de un número muy alto de periodistas y/o comunicadores.
Se añaden a estos apuntes, la creciente beligerancia que López Obrador ha dado a los militares de este país, en un salto para atrás en la historia de México, pero considerado el baluarte desesperado y prácticamente un último intento frente a la realidad criminal del país, agudizada desde hace varias décadas por la falta de previsión de los sucesivos gobernantes, y cuyo desenlace se anticipa absolutamente incierto.
Sobre la economía, la salud y la inversión en infraestructura, los saldos aún están por evaluarse, pero es un hecho, conforme las métricas y datos de la mayoría de los organismos públicos, privados y aún internacionales, que el sexenio será magro, si no incluso negativo. Habrá de verse en los próximos meses, que serán necesariamente cortos por las ansias desbocadas de la sucesión presidencial y las reformas legislativas aún en ciernes, la manera en que se escribe el epílogo de un sexenio, que de pronto pudiera verse como uno necesario para alertar sobre la crisis política que sacude a los partidos, políticos y organizaciones, y al mismo tiempo como un llamado urgente a repensar el país en términos de inclusión, menor desigualdad y sobre todo sobre una base amplia de participación ciudadana y el mayor número posible de actores económicos, políticos y culturales. Al tiempo.
Roberto Cienfuegos
@RoCienfuegos1