Sin novedad, el presidente Andrés Manuel López Obrador colmó el zócalo tras un atestado recorrido de unas cinco horas
que ayer domingo inició en El Ángel de la Independencia. Nada nuevo bajo el sol de la Cuarta Transformación, si acaso el decaimiento del publicista Epigmenio Ibarra, pudo verse a lo largo de una jornada de fervor de un movimiento bautizado la víspera como el “Humanismo Mexicano”, que rompe dijo hace días el presidente con el neoliberalismo y el populismo, pero cuyo cuerpo doctrinario está aún pendiente de ser explicado.
Una marcha tal y como estaba prevista desde que fue anunciada por el presidente en Palacio Nacional. Centenares, quizá miles de autobuses llegados de todas partes de la geografía mexicana, transportaron a los amlovers. El secretario de Gobierno, Martí Batres, dijo con base en un primer corte de asistencia, que calculaba ésta “en un chingo y dos montones”. Esta vez prefirió decirlo así para impedir el dislate de la marcha del 13 de noviembre, cuando estimó entre diez y doce mil el número de participantes en defensa del Instituto Nacional Electoral y en repudio a la reforma presidencial en la materia.
Pero nada nuevo, insisto, en esta marcha que efectivamente fue altamente concurrida por las motivaciones que fueran, entre ellas el auténtico fervor que muchos compatriotas sienten por una figura política como López Obrador; otros para agradecer el dinero que reciben y que lo vinculan sin ningún filtro a la mano magnánima presidencial; y muchos más presionados por líderes, gobernantes y otros muchos más que ligaron su participación y acarreo en esta marcha con su propio futuro político como durante décadas ocurrió con el hoy desvencijado PRI.
Tampoco el discurso presidencial aportó nada nuevo. Fue la repetición de uno que conocemos sobradamente los mexicanos, y que ya acusa un desgaste elevado. La defensa de obras como el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, que el presidente sigue considerando entre los mejores, si no el mejor del mundo, aun cuando el flujo de pasajeros se mantenga muy bajo tras ocho meses de su inauguración; el rechazo a la reelección bajo su identificación con Francisco I. Madero, y si acaso, el bautizo de la 4T como “humanismo mexicano”, cuyos principios doctrinarios sólo conoce el propio López Obrador, pero que desligó del neoliberalismo y por supuesto del populismo. Nada que ver. El humanismo mexicano, aún pendiente de explicar, es el sello de la 4T, dijo ayer el presidente. Quedamos igual. ¿Qué es el humanismo mexicano?
Los presidenciables, claro, en primera fila de la marcha. Nada nuevo tampoco. Los tres que ya conocemos abrieron una breve tregua, pero muy breve y otra vez, nada nuevo en esa guerra intestina que presagia tormentas como siempre ocurre cuando hay una lucha por el poder y los recursos.
De esta marcha, lo rescatable es que transcurrió sin mayores incidentes, salvo por un breve episodio contra el canciller Marcelo Ebrard, que se aguantó, y prosiguió su caminata rumbo al Zócalo.
De hecho, lo nuevo de la marcha de López Obrador ocurrió antes de ésta. Sin la manifestación del 13 de noviembre, nunca se habría registrado esta caminata convocada por el presidente, que a decir verdad reaccionó a lo ocurrido el domingo 13 con un llamado urgente para contrarrestar el reto de que le arrebataran las calles, su catapulta al poder del que disfruta con absoluta fruición. Una cosa quedó clara con su convocatoria, López Obrador no está dispuesto a perder la calle por una simple razón: es su origen. Así que en su reacción se comportó como el grandullón de la cuadra que al verse amenazado y aún golpeado por una sociedad paciente, pero viva y dispuesta a poner un alto a lo que considera los desmanes del poder, fue por sus cuates de todo el país para dejar ver quién manda aquí, en México. Eso fue lo que ocurrió ayer domingo. Arropado, engallado y listo para con sus huestes responder a cualquier agravio que él considere, López Obrador dejó verse como el grandullón de México. Lo demás es lo de menos. Saque usted sus conclusiones.
Roberto Cienfuegos J.
@RoCienfuegos1