Las próximas elecciones federales en México, previstas en junio del 2024, me hicieron evocar el libro escrito por la
periodista italiana Oriana Fallaci allá en los primeros años de la década de los ochenta, “Entrevista con la historia”. ¿Por qué? Bueno, porque casi cien millones de mexicanos, facultades para ejercer el derecho al voto, nos aproximamos con la rapidez que imprimen estos acelerados tiempos a la vida, a encontrarnos con la historia.
Sí, no exagero al decir que el dos de junio próximo, los republicanos mexicanos, más que ante unos comicios, estaremos de cara a la historia para decidir el futuro de nuestra democracia, en los últimos años mucho más frágil de lo que hemos creído. Aun cuando en esa fecha podremos elegir al próximo o próxima presidenta de México, el Congreso federal, a las personas titulares de las 16 alcaldías de la Ciudad de México, los integrantes del Congreso capitalino y muchos otros cargos de elección ciudadana hasta sumar unos 20 mil. cargos en disputa, las que vienen serán muchísimo más que unas nuevas elecciones, en particular por los hechos registrados durante el autodenominado gobierno de la 4T. Éstas constituirán en su conjunto, y sin duda alguna, unas elecciones cruciales para el futuro de México en democracia, un sistema de gobierno que como dijo el primer ministro británico Winston Churchill es el peor de los conocidos, con excepción de todos los demás inventados por el hombre.
¿Por qué lo digo? Porque está absolutamente claro, para quienes quieran verlo, que los próximos comicios serán muy probablemente el último eslabón de una extensa sucesión de hechos y decisiones políticas emanadas del inspirador y fundador de la denominada Cuarta Transformación, sí, el presidente Andrés Manuel López Obrador, para concretar lo que anunció el día en que consideró el mando nacional, si, el uno de diciembre del 2018: “amigas y amigos, por mandato del pueblo iniciamos hoy la cuarta transformación política de México, puede parecer pretencioso o exagerado, pero hoy no solo inicia un nuevo gobierno, hoy comienza un cambio de régimen político”. Así lo dijo, un cambio de “régimen político” en México, que según el mandatario implicaría una “transformación pacífica y ordenada, pero al mismo tiempo profunda y radical, porque se acabará con la corrupción y con la impunidad que impiden el renacimiento de México”. ”. Eso dijo hace poco más de cinco años, pero ni lo uno ni lo otro tienen hoy lugar en el país de manera cabal. Casos como el de SEGALMEX y la ausencia de transparencia en buena parte de las obras insignias de este sexenio, para citar sólo un par, abren boquetes enormes de credibilidad en esas promesas.
En diciembre del 2019, un año después de su ascenso al poder, López Obrador ya consideraba “indudable” en un mensaje al país que en los primeros 12 meses de su gestión se había avanzado “mucho”, aunque reconoció que” aún estamos en un proceso de transición. Está en marcha una nueva forma de hacer política, un cambio de régimen”, dijo y auguró: “en 2020 estarán establecidas las bases para la construcción de una patria nueva”. Eso dijo, sin imaginar por supuesto y mucho menos anticipar que unos meses después, habría de sobrevenir la calamitosa pandemia del Covid-19, que tan trágicos saldos dejó en México tanto en cuanto a la pérdida de vidas humanas como en el ámbito de la economía y otras áreas críticas.
Es claro que ese cambio de régimen propuesto e impulsado por López Obrador en estos años ha implicado al menos tres ejes críticos. Uno, el abatimiento de la institucionalidad nacional, dos una embestida pocas veces vista antes contra los poderes del Estado, y tres, un poderío inusitado de las fuerzas armadas del país, apertrechadas con todo tipo de concesiones en obras, recursos económicos y una injerencia directa en los asuntos de naturaleza y competencia estrictamente civil.
Hay otras incursiones presidenciales, como un intenso activismo político, que aunque es inherente a su quehacer como jefe del Estado mexicano, ha resultado predominantemente sesgado y en favor de su causa política, y en desmedro del país en su conjunto, y que en ocasiones se ha señalado por diversos órganos autónomos aunque burlados con igual frecuencia; se añade la intromisión permanente y descalificación de los órganos de prensa, en particular todos aquellos críticos a su gestión, y la defensa a ultranza de todos aquellos miembros de su equipo más cercano para impedir que las pifias, errores y aún actos o acciones sospechosos de corrupción, pongan al desnudo al gobierno de la 4T. La negativa permanente del presidente, incluso ante evidencias de hechos contrarios al interés público y el buen gobierno, es una mecánica continua en un intento permanente de proyectar la imagen de un gobierno impoluto, eficaz y sin resquicio alguno para la enmienda y/o la autocorrección. Insisto, el caso más emblemático de esto, aunque no el único, se llama Segalmex.
Pero la parte más crítica de estos años de gestión sustentada en la idea de un “cambio de régimen”, parece relacionada con un ataque directo y sin cortapisa alguna al Instituto Nacional Electoral, el poder judicial y el empoderamiento contrastante y de manera simultánea de los militares. Tras arremeter como nunca antes contra el INE, López Obrador ha ejercido con el apoyo irrestricto del dócil poder legislativo una política de sofocamiento financiero contra el organismo rector en materia electoral del país bajo el argumento de una política de austeridad y de adelgazar al extremo al máximo ente comicial, aun y cuando éste a lo largo de su vida de tres décadas ha dado muestras sobradas de solvencia y garantía nstitucional, en particular en 2018 cuando acreditó el triunfo de la 4T, que ahora se vuelve en su contra y pretende dinamitar al máximo organismo comicial del país. ¿Por qué? La pregunta es un deber mínimo. Lo mismo ha venido haciendo en contra del poder judicial, sobre todo este año, luego de un par de fracasos consecutivos para colonizar a la Suprema Corte de justicia de la Nación. Uno de los esfuerzos del Ejecutivo sobrevino con el intento de prolongar un par de años la gestión del entonces presidente del supremo tribunal constitucional, y que confirma ahora mismo la renuncia “sin causa grave”, pero si por un propósito político confeso del magistrado Arturo Zaldívar, trucado de manera inesperada y muy velozmente en un adepto togado de la 4T. El segundo intento, que se impidió por unas horas gracias a una denuncia al respecto, vino con el frustrado encumbramiento de la ministra Yasmín Esquivel a la presidencia de la Corte por razones sobradamente conocidas.
Vino luego una andanada sin parangón contra la ministra presidenta de la Corte, Norma Lucía Piña, aderezada de todo tipo de dardos envenenados, sobradamente conocidos por la opinión pública y la presión con el respaldo total otra vez de un poder legislativo domesticado, para arrebatar los fideicomisos y el consabido sofoco financiero.
Parte de este cambio de régimen, prometido desde el arranque sexenal, implicará la conquista electoral del 2024, un asunto estratégico y crucial para que Morena ponga bajo su mando los tres poderes públicos del país, en el supuesto de ganar la presidencia. En este propósito, argumentan, es vital el otorgamiento de más tiempo para que prosiga la 4T, lo que supondría la construcción del segundo piso.
Dicho de manera resumida, es claro que las elecciones del 24, serán la más aguda pugna por el poder que haya registrado este país. Un triunfo absoluto como el que persigue Morena al margen de cualquier costo, marcaría según todos los indicadores, la restauración del partido único, como el que gobernó en México por siete décadas, aun cuando ahora sin los colores del lábaro patrio, sino de los guindas. Más todavía, significaría el momento ideal para la instauración “legal” y/o “legítima” de una autocracia.
¿Estaremos dispuestos los mexicanos, al menos la mayoría, a repetir la historia que tantos años nos consumió? Dicen que la historia ocurre primero como una tragedia, después como una farsa. Veremos que dictan las urnas.
Roberto Cienfuegos J.
@RoCienfuegos1