Parafraseando a Aldous Huxley, bien podemos referir “El mundo feliz” de Nayib Bukele, el recién reelecto presidente
de El Salvador, el país conocido como “El pulgarcito de América”. Es la historia estos días de ese país centroamericano, donde el mandatario pulverizó -dicho en sus propias palabras- a la oposición política en los comicios del cuatro de febrero. De allí, de esa virtual extinción opositora, ha surgido para Bukele ese mundo feliz, el ideal para cualquier político con sueños mesiánicos e iluminados según su propia convicción, ambición o espíritu francamente dictatorial.
Sin oposición a la vista, Bukele aún festeja su triunfo apabullante con más de un 85 por ciento de los votos conforme -dijo eufórico- a “nuestros números”. Sin esperar siquiera a la proclamación oficial de su victoria, el mandatario salvadoreño, de 42 años, espetó su triunfo como un “récord en toda la historia democrática del mundo”.
Así son estos personajes, demasiado peligrosos sobre todo en democracias débiles y con endebles estados de derecho, aunque no únicamente, según nos enseña Donald Trump, otro político dispuesto absolutamente a todo y/o a cualquier cosa para, según él, “Make America Great Again”, o “hacer grande otra vez a Estados Unidos”, una quimera cuando no un engaño que sólo adoran sus enfebrecidos feligreses, que vaya que si los tiene el mañoso Magnate del Ladrillo.
Si bien la ley salvadoreña descarta un segundo mandato consecutivo, el inefable Bukele maniobró para que un tribunal constitucional amparara sus ambiciones, sustentadas en un estado de excepción, que en marzo próximo cumplirá dos años de vigencia, y que ha permitido al joven presidente poner un hasta aquí o si se quiere un estate quieto a las perversas y aún criminales mafias del crimen local.
Claro, Bukele niega la dictadura y destaca eso sí que la gente votó para conferirle un segundo mandato presidencial de cinco años. Es cierto, a muchos salvadoreños, igual que ocurre en otros países, poco y aun nada les importan las formas, los procesos y ni siquiera las leyes o aun la constitución o la democracia, elementos todos ellos indispensables para construir países sólidos así consuma más tiempo, mucha política y una sólida civilidad. Pero lo que a las poblaciones de nuestros países les importa es el aquí y el ahora, aunque luego vengan los derrumbes, siempre más costosos y aún la repetición del mito de Sísifo, el personaje creado por la mitología griega que nunca terminó de coronar el fruto de su esfuerzo en una obra cabal.
Así, nuestros países parecen condenados si no a empujar una enorme roca cuesta arriba con la idea de que por fin podrán colocarla en la cima, sí, a hacer y deshacer su futuro cada cierto periodo presidencial, en un péndulo interminable y cuasi maldito. De eso se valen claro no pocos políticos astutos, pero perversos, que siempre recurren a la promesa del oro y el moro.
Eso ha hecho Bukele, que si bien ha aplacado las peores manifestaciones del crimen y la delincuencia en El Salvador, se perfila desde ya como tantos otros políticos ambiciosos del poder, y las canonjías que le son intrínsecamente inherentes. El tiempo y los saldos de esta reedición de Sísifo, dejarán ver lo que viene en ese pequeño país centroamericano. Vea usted, en la geografía cercana, el caso de Nicaragua y tantito más al sur, la situación de Venezuela, sólo por citar estas dos experiencias políticas. Es claro, aun hoy, que amplios sectores poblacionales de América Latina siguen esperando al redentor, al hombre de caballo, al iluminado, así en ello llegue más tarde una profunda desilusión y el eterno regreso al extremo del péndulo. En tanto eso sea así, seguirá haciendo falta más y mejor ciudadanía, una que acabe por sepultar a los políticos que aspiran a convertirse en seres mitológicos en pleno siglo XXI. Esos que en sus apetitos más feroces creen que están construyendo o reconstruyendo aquel mundo feliz que nos dibujó Huxley hace ya varias décadas, uno donde la pobreza dejó de existir, tampoco hay guerras y la gente es feliz, pero sobre todo donde la oposición es si acaso una sombra, un lamentable recuerdo, o la encarnación más corrupta en voz habitual y aun machacona de las dictaduras, sean éstas blandas o severas, pero casi siempre camufladas.
@RoCienfuegos1