Columna ALGO MÁS QUE PALABRAS
Tratemos de mirar con el corazón y de ver más con el alma. Multitud de niños mueren cada día privados de necesidades básicas. Otro pelotón de chavales son verdaderamente infelices, y eso, en un mundo que presume de avanzado. Los ataques cobardes contra
gente suelen tener como objetivo premeditado a jóvenes inocentes. Toda esta atmósfera de crueldades, nos exige que tenemos que amarnos mucho más unos a otros. Ojalá encontrásemos menos muros y más puertas abiertas, para poder hablar sobre aquellos latidos comunes, que nos hacen más compasivos, que es lo que realmente nos forja un nuevo pensamiento más interior, más de avanzar hacia delante.
Hay que volver al corazón para desnudarse y reconocerse en el otro como parte de sí. Esto es tan prioritario como el alimento de cada día, pues la paz se alienta en cada momento, con voz clara, pero profunda, para poder ir juntos a ese horizonte celeste, al que todos deseamos abrazar, más pronto que tarde. La vida no debe observarse como de vencedores o derrotados, sino por su estela dejada, y los críos son la esperanza del mundo. Lo decía el inolvidable dramaturgo y novelista irlandés Oscar Wilde (1854-1900), que "los niños eran siempre el símbolo del eterno matrimonio entre el amor y el deseo". Un afecto que nos torna más sociables y, por ende, más condescendientes con toda la humanidad.
Por otra parte, está visto que la fuente de nuestra biografía naciente es más espíritu que cuerpo; y allí, donde se armonizan los acuerdos para trabajar unidos, el corazón se abre a las sorpresas del gozo, al transitar por los caminos de la verdad y de la justicia. Para empezar, todo es más llevadero, y esto ayuda mucho a entenderse y comprenderse. La actitud justa es, precisamente, la de no retroceder, la de llevar un buen ánimo para poder convivir y caminar, con esa sabiduría que nos fraterniza, en la medida que cultivemos el sentimiento de la bondad, que es lo que nos enternece como personas, más allá de otros bríos que nos pueden entretener en un principio, pero que pronto nos cansan, por su desvelo de interés y poco más. Debiéramos saber, de una vez por todas, que nada somos sin los demás. Nuestro andar, mal que nos pese, está supeditado a los colectivos andares vivientes. La colectividad es la que nos pone en movimiento y la que nos proporciona fortaleza para poder subsistir.
Subsiguientemente, tenemos que salir de este estado de confusión y alienarnos a una sabiduría menos chismosa y más poética, más de reencontrarse en medio de todos y con todos. Pero eso sí, con un diálogo auténtico, basado en sólidas leyes morales, para descubrirse ante toda existencia humana. Desde luego, si trabajamos más con el corazón, lo que nos exige valor y sensatez, podremos nutrirnos mejor y esparcir mejorado aquello que nos embellece, que no es otra cosa, que nuestra justa conciencia, la que nos insta a discernir, pues muchas veces nos damos a nosotros mismos, por hacer lo que me conviene y apetece, posadas envenenadas y provisiones contagiadas por la maldad.
En todo caso, si en verdad queremos salvaguardar la paz y la seguridad de todo ser humano, junto a su entorno, tenemos que donarnos mucho más, como lo vienen haciendo gentes diversas, como los cascos azules de la ONU, desplegados en los escenarios más difíciles tanto física como políticamente, algunos sacrificando la vida, como lo evidencian los miles de fallecidos al servicio de lo armónico, u otras gentes en misión, que han salido de sí mismas para vociferar el amor como pulso conciliador y reconciliador. Por ello, no permitamos que nuestras preocupaciones cotidianas nos endurezcan por dentro, la cuestión es salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las zonas que necesitan una palabra de respiro, un mensaje de luz, un empuje de humanidad, para sentirse más que grande, satisfecho, de hallarse arropado y querido por sus análogos. Esto es lo que verdaderamente nos da savia.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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24 de mayo de 2017