“La mayor sabiduría no es tanto el conocimiento, como el ayudar a vivir y saber vivir uno mismo.”
Me ensimisman las gentes sabias, en un mundo cada día con más hambrientos y más obesos en medio de la desigualdad, porque saben volver su rostro hacia sí, y encauzar otros rastros más humanos, de reconstrucción moral y de restauración de la familia. Por eso, hace falta otro espíritu más entregado al análogo, más del corazón que de lo mundano, que active la colaboración y la cooperación entre culturas diversas. A mi juicio, los próximos años van a ser decisivos, en la medida que propiciemos la unidad entre todos más allá de lo técnicamente posible, quizás reinventando otros modos y maneras de vivir, más acordes con el donarse y perdonarse, con el servir a todos y no servirse de nadie, pues ningún ciudadano se merece ser dominado por poderes insensibles e injustos.
Por tanto, me niego a que me adoctrinen los ideólogos sin ética alguna, esclavos de la ideología del “tener”, a los que no les importa poder más para aplastar mejor al semejante, cuando lo verdaderamente gozoso es despojarse y compartir, aquello que cada cual ha conseguido. En consecuencia, hemos de reconocer nuestra propia ignorancia al menos para poder rectificar y retomar hacia otros caminos más esperanzadores, que lo serán en la medida, en que nos dejemos transformar, escuchándonos más entre todos e interrogándonos entre sí. La prueba de la complacencia será grande y nos hará sentir a merced de una alegría que nos trasciende y va con nosotros a todas partes.
Por desgracia, también abundan los lenguaraces, casi siempre sometidos a crear espacios de discordias y enfrentamientos, ofrecidos como referencia de vida, dispuestos a venderlo todo por dinero, cuando en realidad no tienen nada que aportar, porque ellos mismos son presos de sus miserias humanas e incapaces de caminar libres, hacia el buen hacer y el estético andar. En efecto, estos charlatanes (algunos con poder en plaza política) aún piensan en el “tanto tienes, tanto vales”, como si fuésemos mercancía dependiente de las condiciones económicas; obviando que no es posible curarlo todo de este modo, sino a través del crecimiento interior de cada persona, lo que exige un progreso en la formación ética de todo ser humano.
Indudablemente, lo que nos hace sentirnos bien son otras certezas, otras autenticidades de acompañar y dejarse acompañar, de estimular a los desalentados, de corregir a los necios o de sostener a los débiles, y sustentar a los que nada tienen. Este es el gran programa humanístico que nos hace falta a esta generación de ignorantes, algunos con estudios universitarios, pero que han olvidado lo más básico, que la mayor sabiduría no es tanto el conocimiento, como el ayudar a vivir y saber vivir uno mismo.
Al fin y al cabo, lo fundamental es conocerse y reconocerse para seguir avanzando paso a paso y en familia. A propósito, me alegra que un país tan grandioso como México, al someterse a un reciente examen periódico universal del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, haya reconocido los desafíos a los que se enfrenta en el campo de las garantías fundamentales, citando como el primero de ellos, el combate a la impunidad y el acceso efectivo a la justicia. Ciertamente, ya en su tiempo lo decía el inolvidable escritor español, Francisco de Quevedo (1580-1645), que “donde hay poca justicia es un peligro tener razón”. Desde luego, no se puede reconstruir un nuevo orden social desde la palabrería, es menester impulsar ese hálito sabio que todos llevamos consigo y dar oídos a lo que dicen unos a otros, para optar a una motivación valerosa, capaz de crear y de creer en futuros diversos, pero todos ellos, dignificantes con la vida de cualquier individuo, para poder armonizar la conjunción de saberes multiculturales con los valores de la conciencia del “yo” en “nosotros”.
No nos confundamos, tenemos que despertar de nuestra ignorancia, aunque solo sea por un imperativo moral de ganar aliento, y abrirnos a ese mundo en el que hemos de abrazarnos como humanidad, más allá de las finanzas, de los comercios y mercados absurdos, de las chicharras siempre dispuestas a convencernos en la falsedad, confundiéndolo todo, cuando en realidad de lo que hay que convencerse es de la superioridad del corazón del hombre, sobre todo lo demás. Ojalá aprendamos a discernir, a no ser homicida de uno mismo, a saber que sabemos lo que sabemos y que la sabiduría viene de prestar atención; de participar vivencias, de arrepentirse y absolverse. En suma, por muy pequeña que sea la gota de agua y el océano de la ignorancia sea grande; reeduquémonos conciliando latidos, y aprendamos de lo vivido, ya que las puertas de la cognición nunca están cerradas mientras uno vive.
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Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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7 de noviembre de 2018.-