No es fácil cuidar la vida interior de cada uno. Los aires no son muy propicios para el silencio, el tiempo para dedicarnos a nosotros es también escaso, y tampoco solemos tener espacios adecuados para escucharnos a la hora de compartir
vivencias. Ante esta bochornosa realidad, nos conviene reflexionar para vencerse a sí mismo, y reconstruir otros sosiegos, otros horizontes más fraternos, capaces de establecer puentes de unión entre culturas y caminantes. Porque las guerras tienen que dejar de existir entre nosotros. Nos necesitamos armónicos con la propia naturaleza. Ya está bien de tantos calvarios, de tantas cruces sembradas. Naciones Unidas, en más de setenta años, ha evitado la tercera pesadumbre global. Ojalá surgieran otros referentes aglutinadores para poder fraternizarnos de una vez por todas.
En cualquier caso, el combate comienza por cada cual y desde sí mismo. Reafirmémonos, por tanto, en dignificarnos poniendo en valor nuestra valía social, antes de que nos amortaje un final devastador, tan deshumanizador como destructivo. En consecuencia, el compromiso en favor de lo justo y preciso, por el que tanto peleamos, debe estar coaligado con la obligación de vencer ese mal autodestructivo que a veces, queriendo o sin querer, fermentamos en nuestro propio mundo interno.
Estamos llamados a dominar los impulsos, a ser tolerantes y respetuosos con nuestros análogos, sólo así podremos ser referencia, al ser un espíritu cooperante dispuesto a hacer camino en conjunto, pues lo vital no es considerarse un instrumento de producción más, sino un corazón hermanado, preparado para donarse, hacia esa vocación universal de entrega generosa a los más débiles. Esta es la cuestión. Para hacer familia, uno tiene que despojarse primero; también, para hacer mundo, uno ha de estar dispuesto a servir, sin otra condición que la de estar en guardia siempre para la ayuda. Por otra parte, si el problema clave de la ética social es el de la justa remuneración por el servicio prestado, hemos de repensar en que los esfuerzos realizados descansan en una espiritualidad humana que nos fraterniza.
Naturalmente, es importante mirarnos internamente y analizar nuestros afanes y desvelos, el quehacer de nuestros días y ver cuáles son los frutos de nuestras fatigas, de nuestro esfuerzo. Está visto que en esta vida hay que batallar, pero esa lucha ha de hacerse en unidad, para no perder el vínculo del avance de la familia humana, de la que todos formamos parte y de la que todos somos porción indispensable de luz. Luego, no más asesinatos en masa, no más masacres entre gentes, no más furias salvajes, que las hostilidades nos deshonran a todos como humanidad. Sálvese el que pueda salvarse, que el género maligno no es humano.
Igualmente, hemos de convenir en reafirmarnos que tan solo hay una ofensiva que puede permitirse el ser humano, su propia defensa, la guerra contra su extinción. Algo verdaderamente conmovedor. En este sentido, es de agradecer las invitaciones a la racionalidad y a la concordia que elevaron recientemente líderes mundiales y políticos de diferentes países, reunidos en París, para honrar la memoria de quienes murieron en la Primera Guerra Mundial. No viene mal un poco de esperanza, recordar sus lecciones y superar las amenazas de hoy y de mañana, sobre todo moviendo la actividad conjunta con países dispuestos a gastarse más dinero en programas sociales que en armamento militar. Sea como fuere, hay que poner quietud en nuestros aconteceres. Si ya en su tiempo, el inolvidable escritor, orador y político romano Cicerón (106 AC-43 AC), vociferaba que prefería la paz más injusta a la más justa de las pugnas; no es de recibo que, con los años, todavía no hayamos aprendido que cualquier contienda, por insignificante que nos parezca, vuelva bestia al triunfador y vengativo al subyugado. Será esencial, por consiguiente, doblegar al enemigo sin luchar hasta volverlo amigo. Esa sí que será la verdadera victoria humanística del género pensante.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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11 de noviembre de 2018.-