De Andrés Manuel López Obrador hemos escuchado demasiadas cosas, aún las más maravillosas que pregonan sus seguidores, pero también las peores alertadas, advertidas por sus adversarios más acérrimos. Los mexicanos
sumamos años de tenerlo en la mira, para bien o para mal. Pese a su derrota en las elecciones presidenciales de 2006, o del fraude esa fecha según muchos, López Obrador sigue en el candelero.
Que es una figura política polémica, no hay duda alguna. Tampoco admite medias tintas. Se le mira como el único político capaz de imprimir un nuevo rumbo al país o como el mayor peligro nacional.
En sus alforjas lleva los títulos de mesiánico, falso profeta, frustrado redentor, populista, ambicioso, testarudo y también carga en su ya prolongado trajinar público los epítetos de hombre honrado, coherente, luchador, tenaz, sencillo. Estos sólo para referir algunos de los adjetivos, altamente contrastantes entre sí, que se le han enjaretado al “Pejelagarto”.
López Obrador anuda dos derrotas -o fraudes, si se quiere- en su par de intentos por alcanzar la presidencia del país. Y sin embargo, mantiene su denuedo de persistir en la brega política, aun cuando su corazón le metió un susto a sus simpatizantes y probablemente un alivio a quienes lo oponen.
Dos presidentes de signo político distinto, Felipe Calderón y más recientemente Enrique Peña Nieto, han coincidido, digamos curiosamente, en adversar al ex jefe del gobierno de la ciudad. Ambos han alertado contra la posibilidad de que López Obrador pudiera alzarse con un triunfo presidencial. Ninguno de ambos lo ha mencionado en forma directa al momento de oponerse a su cabalgadura presidencial, pero sus alusiones demasiado obvias apuntan a un claro y único destinatario.
Un poco antes, Vicente Fox, correligionario formal de Calderón, quiso llevar a López Obrador por la ruta del desastre. Ese fue el propósito camuflado del intento de desafuero por desacato. Fox alineó claramente sus dardos, pero “el peje” resistió.
Peña Nieto hizo ver aún en las Naciones Unidas el peligro de los gobiernos populistas y autoritarios. Fue un riesgo asumido por el Jefe del Estado mexicano.
Y sin embargo, López Obrador sigue en su cabalgata, se supone que con ventaja porque suma la experiencia de dos derrotas, tan amarga una como la otra. Dicen que las oportunidades se dejan alcanzar sólo por quienes las persiguen.
“El peje” cabalga de nuevo, aun cuando nunca ha dejado de hacerlo. Va por su tercera candidatura a la presidencia del país. Esta vez bajo el escudo de Morena. Es un hecho, que sólo podría impedir un desastre mayor, absolutamente imprevisible e indeseable por supuesto. Los electores tendremos la palabra. Así debe ser y nadie debería impedirlo. Es el juego y el precio de la democracia.
En lo personal lo pongo en claro. No me agrada “El Peje”. La única razón que ofrezco para explicar esta falta de querencia es que considero que sus políticas tienden a eternizar la pobreza, de lo que ya México está harto.
El futuro de un país no puede vislumbrarse seriamente si perpetuamos aún de buena fe si se concede políticas destinadas a paliar, antes que a resolver, la pobreza. Favorezco el alivio de la pobreza porque a veces es tan acuciante, que es lo menos que debe hacerse. Pero aliviar no es resolver. La resolución de la pobreza pasa por el desarrollo de políticas de largo aliento y eso consume planeación, desarrollo, recursos y visión de Estado.
Me parece claro que más allá del miedo o el rechazo a “El Peje” y su derecho a competir, quienes lo adversan deberían temer a la realidad de un país que como el nuestro sigue sujeto hace décadas a una enorme pobreza, desigualdad y atraso. Eso sí es de dar miedo. Fin
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