Marcela caminaba resuelta por las calles de aquel viejo barrio que tan bien conocía, había crecido en una de las viviendas de las muchas vecindades que poblaban la zona.
No sentía temor de avanzar por entre las sucias y abandonadas calles, pese a que era de noche, se desplazaba a buen paso, deseando llegar pronto a su destino.
Sus hermosos ojos revelaban la determinación en lo que planeaba hacer y las facciones de su delicado rostro, ahora endurecido por el coraje delataban el odio que la alimentaba y la motivaba a seguir adelante.
Llegó hasta la esquina en la que había quedado de verse con aquel amigo suyo desde la infancia, se extrañó mucho de no verlo esperándola, no obstante, se detuvo y volteó para todos los lados buscándolo.
Su mirada, acostumbrada a la semioscuridad del lugar lo vio venir a lo lejos, eso la tranquilizó por un momento, estuvo tentada a ir a su encuentro, pero prefirió esperar.
—¿Qué onda, mi reina, tienes mucho esperando? —Le dijo el Capulín al acercarse a ella.
—N-no… casi acabo de llegar —respondió Marcela con confianza
—¿Y para qué soy bueno?
—Para muchas cosas… y lo sabes… sólo que ahora quiero que hagas un “trabajito” para mí.
—Qué seriedad… pos a quién hay que matar… oferta el Capulín sonriendo y en broma.
—¡A mi marido! —Respondió Marcela secamente y con determinación.
El Capulín la vio fijamente pensando que tal vez estaba bromeando, por aquella fría mirada y ese gesto de coraje que ella tenía, le confirmaron que no podía hablar más en serio.
—¿Estás segura? —Insistió él dejando de sonreír.
—Nunca estuve más segura en mi vida.
—Sabes que a ti no puedo negarte nada… pero…
—Sin peros, ¿lo haces o no?
—Ve preparando tu vestido negro… y olvídate de mí por unos meses…
—Entonces, no hay nada más que hablar… ofreció ella y dio media vuelta para alejarse por la misma calle por la que había llegado, sintió la mirada del Capulín sobre su espalda, pero no volteó.
Mientras caminaba de regreso, con pasos menos rápidos, se sintió más relajada y los recuerdos comenzaron a llegar a su mente como una avalancha incontrolable.
Ella y el Capulín habían ido juntos a la secundaria y a la preparatoria, su amistad era de ley y aunque él pretendió tener una relación amorosa, Marcela le dejó bien claro que lo apreciaba mucho como amigo y que no la atraía como hombre, que no quería que su amistad terminara por una tontería.
Aunque a él no le gustó el “cortón”, no tuvo tiempo de volver a intentarlo con ella, ya había comenzado a vender droga y a realizar pequeños robos, a la semana de que se le declarara, lo detuvieron y lo mandaron al Consejo Tutelar, Marcela acompañó a la mamá del Capulín a todas las diligencias que realizó para sacarlo de aquella prisión para menores, así como acudió a la visita familiar.
Fue entonces cuando el Capulín entendió que Marcela lo estimaba de verdad y que podía contar ella para lo que fuera y le agradeció que estuviera al pie del cañón mientras él estaba encerrado.
Después de aquella ocasión, el Capulín fue detenido en varias ocasiones por sus acciones delictivas, Marcela siempre lo apoyó, le conseguía el dinero para sobornar a los policías o a los Ministerios Públicos, evitando así que su amigo fuera enviado al Reclusorio.
Sus vidas se separaron cuando ella conoció a Jesús, un empleado del gobierno que la supo conquistar; Marcela cursaba el segundo año de la carrera de administración de empresas y cuando él le propuso que se casaran, no dudó en aceptar.
La boda fue modesta, rodeados de compañeros y amigos, entre ellos el Capulín que le deseo toda la felicidad del mundo, ella estaba que no cabía en si de felicidad, había encontrado al hombre perfecto, guapo, trabajador, responsable, educado y sobre todo, atento y amable.
Tres meses le duró aquella felicidad, Jesús comenzó a llegar tarde a su casa y generalmente con unas copas de más, siempre tenía una excusa para tomar, al principio sólo fueron discusiones, después vinieron los golpes, Marcela no podía creer que su hermoso rostro estuviera morado, o que sus labios estuvieran reventados, o que su cabeza tuviera chichones por los azotones que le daba él contra la pared.
Con la primera golpiza, vino la primera petición de perdón, el no lo vuelvo a hacer, el yo te amo más que nada en la vida y si me dejas me mato, los ramos de flores, los regalos y las muestras de arrepentimiento.
El amor que sentía por él la hacía ceder y le daba una nueva oportunidad, hasta la otra golpiza, de nuevo el pedirle perdón y los regalos para lavar su culpa.
En medio de todo eso, se embarazó y aún en ese estado, Jesús la golpeó en un par de ocasiones, con el nacimiento de su hija, pensó que él cambiaría, sobre todo por el amor que sentía por la niña.
Tal vez fue a la séptima vez o a la octava cuando las peticiones de perdón cambiaron por actitudes déspotas, los ramos de flores y los regalos se convirtieron en empujones, ofensas y malos tratos.
Desde ese entonces estuvo tentada a hablar con el Capulín para que le diera una paliza a su marido, pero no podía hacerlo, por un lado, sentía vergüenza de haberse dejado humillar tanto y por el otro, aún lo amaba.
De esa manera transcurrieron diez años, hasta que la semana pasada, Jesús llegó borracho, discutieron, la golpeo con tal fuerza que la dejó inconsciente, no supo cuanto tiempo estuvo así, pero cuando reaccionó, en el suelo de su departamento, un dolor más grande se le iba a presentar.
¡Jesús había violado a su hija! No podía creerlo cuando vio a la niña, si bien él era demasiado “cariñoso” con ella, también era su padre, Marcela nunca se imaginó que la deseara como mujer.
Consoló a su niña, lloró con ella, pero no le reclamó nada a su marido, la decisión ya estaba tomada, ese infeliz no debía vivir más tiempo, estaba convencida que ahora se le haría más fácil a Jesús abusar de su hija cuando quisiera y ella no podría hacer nada por evitarlo, por eso tenía que terminar con todo de una vez.
Nada la haría cambiar de opinión, ni la actitud apenada y avergonzada que Jesús les manifestaba en esos días, ni el supuesto arrepentimiento que él mostraba, era el momento de la verdad y así tenía que ser, fue por eso que citó al Capulín en el barrio, en donde se sentían seguros.
Dos días después de aquella reunión, Jesús salía borracho de su cantina favorita, caminaba por la calle con pasos inseguros, de la forman en la que estaba acostumbrado a hacerlo, sin importarle que comenzaba a amanecer.
Nunca se dio cuenta que unos ojos lo seguían con la mirada penetrante, nunca se imaginó lo que se le esperaba, fue por eso que, al dar vuelta en la esquina de una calle solitaria, no pudo evitar el fuerte golpe que con un tubo le dieron en la nuca haciéndolo caer a gatas en el suelo.
Antes de que pudiera reaccionar, una patada se clavó en sus costillas con violencia, rompiéndole dos, rodó por el suelo por la fuerza del golpe y sin poder hacer nada, su cabeza fue pateada una y otra vez, se quejó con dolor, suplicó llorando, pidió clemencia, imploró ayuda, pero los golpes seguían.
De pronto sintió que lo jalaban por los cabellos y lo hacían ponerse de rodillas, trató de entender algo de lo que estaba sucediendo, pero no tuvo tiempo de hablar, un filoso machete le cortó la cabeza de un potente golpe.
El cuerpo de Jesús se desplomó y su cabeza rodó al lado de él, una cartulina con un letrero amenazante hacia un conocido grupo delictivo se posó sobre su cuerpo y así quedó por largas horas.
Cuando Marcela fue notificada por la policía, en la tarde del día siguiente, lloró, gritó, lanzó maldiciones a todo el mundo y realizó a la perfección su papel de viuda.
Ella y su pequeña hija estuvieron “sufriendo” durante el velorio y luego al sepultarlo, contestó a todas las preguntas que los investigadores le hicieron, no sabía y no tenía idea de quién podía querer hacerle daño a su marido, ella no sabía nada de lo que él hacía fuera del trabajo.
Finalmente, unas semanas después, pudo cobrar los seguros de vida que tenía Jesús a nombre de ella, el de su trabajo y dos que había contratado en una borrachera que se había puesto con el vendedor de seguros.
Los investigadores dejaron de ir a interrogarla y ella se sintieron satisfecha, ese infeliz había sufrido todo el daño que les hiciera a ella ya su hija, ahora ya podría vivir tranquilas y juntas, con su amor y su cariño, lucharía para sacar adelante a la niña que poco a poco se recuperaba del daño que le hiciera su propio padre.