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Hay muchas señales sociopolíticas y económicas que deberían inquietar a los políticos profesionales en México: las elecciones como medio para elegir a los representantes populares en el gobierno están cada vez más desprestigiadas; la inseguridad y la oleada de crímenes no menguan; las policías son tan temidas como
los delincuentes por sus atracos y violencia –si no que se lo pregunten a michoacanos y a guerrerenses–; la corrupción y los abusos de poder involucra a todos los niveles y órdenes de gobierno; en los partidos políticos priman el cinismo y los intereses de grupos; el sistema económico opera en provecho de unos cuantos; las oportunidades de trabajo y de estudio para los jóvenes son ínfimas; los viejos son material de desecho… No parecen darse cuenta del serio riesgo de perder la legitimidad y con ello atizar más la violencia. ¿Acecha la revuelta-sedición o el populismo?
Si los políticos no representan a los ciudadanos; si los gobiernos que forman no resguardan nuestra integridad física y patrimonial; si las policías tienen permiso para atracar y violentarnos; si los dineros públicos son su botín; si el poder público que les delegamos para que preserven la República lo usan contra el ciudadano y el bien común; si los partidos, como instrumentos para renovar los poderes públicos, sólo velan por el interés particular de sus sectas… entonces es legítimo preguntar: ¿para qué sirve la política? ¿Acaso la democracia es sólo la fachada para encubrir el dominio particular sobre el interés general? Cada vez más mexicanos se formulan estas preguntas. Estamos en la antesala del populismo. Así, que no nos extrañe si a la vuelta de los días, el hartazgo popular se convierte en adoración a un redentor.
A los agravios políticos se suman la voracidad de las elites económicas –que no conformes con monopolizar casi todas las ramas de la economía, desde la banca hasta el pan, y esquilmarnos, evaden impuestos– y la falta de oportunidades que pesa sobre los mexicanos, lo cual nos denigra, minusvalora y deprime. ¿Hay salida? Estamos en una disyuntiva: por un lado, hay hartazgo con la disfuncionalidad del sistema político y económico de una parte de la población –quizá la minoritaria– y, por otro, hay cansancio, humillación y denigración de las mayorías que nada tienen y sólo esperan dádivas. ¿Adónde nos puede llevar esta dualidad social? Tal vez no vayamos a la revuelta popular, como Brasil ni a la rebelión civil como en países africanos, sino a una mayor degradación que termine por arrojarnos al populismo o al despotismo.