Javier Duarte de Ochoa y Guillermo Padrés Elías se han transformado en los rostros icónicos de la corrupción de los gobernadores mexicanos. Ambos con órdenes de vinculación a proceso penal y prácticamente expulsados de sus Estados, hoy por hoy son personajes que cuentan con uno de los más altos niveles de desprestigio y descrédito
que ningún político. En los estados que gobernados son más recordados por sus trapacerías que por sus obras y acciones de gobierno. Hoy son más conocidos por el uso indebido que le dieron a su poder que por cualquier otra cosa. Y pensar que, cuando llegaron, sus niveles de popularidad estaban muy por encima de los de sus antecesores.
Tanto Duarte de Ochoa como Padrés Elías arribaron al poder en condiciones que, si bien fueron cuestionadas, tampoco tuvieron grandes irregularidades que les cuestionaran su legitimidad electoral.
Estos gobernadores, como otros tantos que han sido manchados por los groseros escándalos de corrupción, son el ícono de los excesos en el ejercicio del gobierno. Desgraciadamente, no hay uno sólo a quien se le puedan reconocer que ha desarrollado una buena gestión al frente de sus oficinas. Por el contrario, todos –bien o mal ganado– son “mal queridos” por sus gobernados.
Debiera ser motivo de reflexión, para la clase política, el que exista tanto descrédito para su clase gobernante. Hoy por hoy, el servicio público es considerado como algo “turbio”–corrupto per sé– y eso es culpa de los excesos en que han incurrido quienes han ocupado las carteras públicas. Soberbia, impunidad y enriquecimiento desmedido, son las características que arrecian este fenómeno; alejamiento, desdoro y deslegitimación de las instituciones, son las consecuencias de estos actos.
No es nuevo. Este fenómeno se ha generalizado en el mundo. Son pocas –o casi ninguna– las personas que aceptan, reconocen y aplauden el actuar de sus autoridades. En su mayoría las personas perciben en sus gobernantes a enemigos permanentes, entes distantes y represores de las libertades. Nadie está conforme con ellos, puesto que son abusivos de sus atribuciones y cínicos desobligados.
Así el fenómeno sigue de forma cíclica: las autoridades arriban al poder con altos niveles de aprobación y popularidad, en procesos electorales en los que las personas buscan la alternancia. En la medida en que van avanzando las administraciones y se ejerce el gobierno, la popularidad decae de forma considerable. Si a ello le sumamos la grosera exhibición de la riqueza de las clases gobernantes, el coraje de la gente se incrementa, al grado que se arriba a otro proceso de transición.
Cierto: este fenómeno es propio de la democracia; sin embargo, no deja de ser un motivo adicional a la inestabilidad económica, política y social de las naciones. Por ello, es importante que los políticos dejen la ruta del encono y el enfrentamiento, para encontrar un mecanismo de re-legitimación, pues de lo contrario, este desgaste cíclico no habrá de acabar mas que en una rebelión anárquica.
@AndresAguileraM