Es la corrupción —la maldita corrupción— el gran mal que aqueja al sistema político mexicano. No es para menos, la contraprestación de servicios a cambio de prebendas y beneficios políticos y económicos, siempre ha sido moneda de cambio para la articulación y estabilidad de la gobernanza del país. Ya lo decía el General Álvaro Obregón: “no hay quien resista un cañonazo de 50 mil pesos”.
Lastimosamente pareciera que el sistema político siempre se ha regido bajo la premisa de que la voluntad, los principios e ideales tienen precio; y cuando no, la oferta a negociar se reduce a “cárcel o plomo”.
Desde el inicio de la vida independiente del Estado Mexicano, las facciones políticas en disputa del poder, encontraban solución a sus diferencias, siempre con negociaciones económicas de por medio. Cuando esto no ocurría, prevalecían los enfrentamientos armados y el derramamiento de sangre.
Después de la Revolución Mexicana, la práctica y la negociación política se hacía dentro de las paredes de un mismo —y prácticamente único— instituto político. Ahí se determinaban candidaturas y posiciones; se distribuían el territorio y se brindaban “negocios”, a cambio de permitir el reencauzamiento de la vida institucional de México y, a la par, poder concretar el programa de gobierno tanto de la Revolución como del Presidente en turno. La corrupción era un mecanismo de control político, que evitaba a los “enemigos” y privilegiaba el “acuerdo” y la “negociación”.De este modo, la corrupción se volvió parte de la cotidianidad política de México. Era un medio para conseguir un fin —quizá— más valioso: la gobernabilidad y la pacificación de México.
Sin embargo, el paso del tiempo hizo que esta práctica cobrara aún mayor relevancia que el mismo propósito que le dio origen. Hoy pareciera que la gobernanza y el proyecto de nación están al servicio de la corrupción, así como de las pasiones y apetitos de cuatreros disfrazados de políticos que, desgraciadamente, han arribado al poder a través del sistema democrático y sin distingo partidario.
La corrupción no distingue entre ideologías, partidos, facciones ni principios, pues se incrusta como lapa y contamina todo lo que toca. Nadie, ni siquiera esos que se auto proclaman como impolutos y sus círculos cercanos, se salvan de ser corrompidos. Se ha vuelto común denominador en la clase gobernante y característica de la política nacional. La democracia se aprecia como la culpable de haber abierto la caja de pandora y de haber permitido el acceso de bandidos que dejan de lado su responsabilidades gubernamentales, para hacerse —rápido y sin esfuerzo— de groseras fortunas al amparo del poder público. La gente así lo percibe, lo resiente y lo condena. Son pocas las personas que creen en el gobierno y en sus instituciones, pues en las últimas décadas, se percibe que éstas ya no tienen utilidad real para la población.
El gran mal de este sexenio es, sin lugar a dudas, la grosera corrupción de la clase política y gobernante. Cualquier acción de gobierno, por más benéfica y positiva que sea, ya está empañada —a priori— por este mal. Ya nadie cree ni confía en el gobierno, lo que va en detrimento de la democracia y en abono a las aspiraciones dictatoriales de oportunistas que se auto proclaman como impolutos, honestos y poseedores de una autoridad moral que sólo les brinda la mercadotecnia y la fe ciega de sus feligreses.
@AndresAguileraM