Gobernar es una tarea que dista mucho de ser sencilla. Implica tomar decisiones difíciles, muchas de ellas que trascienden a la mayoría de las personas que conforman. Todas ellas con repercusiones políticas que, en gran medida, dejarán a más de uno —por decir lo menos— insatisfecho.
Decidir en el gobierno debiera ser, primordialmente, buscar el mayor beneficio para el mayor número de personas. Insisto: no es sencillo encontrar una ecuación con estas características y más cuando existen intereses económicos, políticos y sociales encontrados. Lo único cierto es que una acción gubernamental, invariablemente, dejará a alguien molesto. Una ley, un decreto, una acción, hasta una declaración, por más noble, justa o necesaria que parezca, generarán —invariablemente— enojo, crítica y desencanto de alguien, o algún sector, que se sienta agraviado con la determinación.
En esta gran madeja de intereses, los políticos y sus partidos intervienen de forma cotidiana. Utilizan los actos de gobierno para cobrar notoriedad y, de este modo, enredarse en conflictos que les permiten tener foro y tribuna para figurar. Así, las decisiones públicas de gobierno, trascendentes para muchos, se vuelven moneda de cambio para la negociación política y para la notoriedad pública.
En esta madeja de intereses, se entremezclan muchas decisiones que trascienden a la politiquería y de las que depende la propia permanencia de las instituciones y del propio Estado Mexicano y que, por más rentable —políticamente hablando— que pudiera ser el manejo de esa información, debiera existir el mínimo sentido de responsabilidad en la clase política para evitar hacerlo, por las implicaciones propias que pudiera tener. Desgraciadamente, la experiencia ordena que esto ya no existe. Las decisiones, bien o mal tomadas, siempre se utilizan de esta forma: para conseguir un beneficio político para quien se opone a ellas y, por otro lado, el escarnio para el que las realizó. Palabras como el bien público, razón de estado, bienestar estatal y todas esas reminiscencias del pasado de utilizan, básicamente, para adornar discursos que —en muchos de los casos— carecen de sustancia y abundan en una forma que, a la vista, nadie cree.
Hoy existe una terrible crisis política en México. El gobierno mexicano carece de legitimidad. Bien o mal ganada, lo único cierto es que cada día su credibilidad se pierde en el marasmo de la politiquería. Gobierno y oposición permanecen el juego de los dimes y diretes dejando afuera lo verdaderamente importante: la gente y su bienestar. Lo verdaderamente importante se pierde en estridencias y escándalos que se apagan semana tras semana y se cambian por un nuevo “chisme”; sin que existan mayores intereses.
Uno de los chismes de actualidad estriba entre los constantes reportajes sobre el presunto enriquecimiento ilícito del Presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PAN, Ricardo Anaya, y su familia política; y la defensa que éste realiza sobre el tema, acusando de un “compló” al gobierno federal. El periódico sigue publicando reportajes, al tiempo que Anaya descalifica al medio, sin que, de forma alguna, niegue o justifique la existencia del presunto “enriquecimiento ilícito”. Lo cierto es que ese escándalo —insisto— estridente y efímero, habrá de pasar de largo, al tiempo que las negociaciones del Tratado de Libre Comercio avanzan, prácticamente, como nota de relleno de los principales diarios nacionales. Así el “pan y circo” para la gente. Así la realidad de nuestro México.
@AndresAguileraM