La tragedia hace que los héroes surjan y los villanos se escondan. Durante dos semanas, la ciudadanía organizada y las instancias gubernamentales de atención de emergencias, se supieron coordinar para auxiliar a quienes se encontraban en peligro. La solidaridad afloró y una nueva esperanza en la sociedad nació: nuevamente, la casta mexicana se mostró ante el mundo como solidaria y valiente.
Hoy México presume al mundo a su sociedad que —sin chistar— salió a las calles a ayudar a sus semejantes; mientras tanto, esa misma sociedad llena de dignidad, fuerza y legitimidad, voltea a ver a su clase política con desdén, coraje y menosprecio. La situación no es menor, pues existe un enojo sentido y evidente en contra de todo lo que tiene que ver con la política y los asuntos de gobierno. Como lo he comentado en otras colaboraciones: la sociedad está harta de los excesos y abusos de la clase gobernante, a la que perciben como inepta, corrupta y déspota.
Por ello, durante la atención de la emergencia, las instancias de asistencia social como el DIF, tuvieron grandes problemas para poder distribuir la ayuda que los mexicanos acercaban a los centros de acopio. La gente no confía en las instituciones gubernamentales, presumen —con o sin fundamento— que los recursos aportados por la sociedad serían destinados para fines distintos y ajenos a la ayuda solidaria; de tal suerte que la gente prefería ir directamente a los lugares donde se vivía la emergencia a entregarlos y a prestar auxilio, aún exponiendo sus vidas y sus bienes.
Gran parte de culpa de esta situación la tienen —desgraciadamente— los partidos políticos nacionales. Para muestra, un botón: todos —sin excepción— utilizaron la tragedia como botín para acarrear simpatías. Así, mientras el pleito inició en el porcentaje de los recursos que cederían para la atención de la situación de emergencia; la rebatinga oportunista fue escalando hasta llegar a la propuesta, muy tentadora, de concluir con el financiamiento público a los partidos políticos, como sin con ello concluyeran con décadas de incompetencia y alejamiento tanto de su origen como su fin social.
En esta lógica, el desprecio popular hacia los partidos políticos arreció. Su aceptación social es la más baja en la historia, igual que la de las instituciones públicas. Hoy están atrapados en este debate que, por irresponsables y populistas, orquestaron al amparo de una de las grandes tragedias del país en los últimos tiempos. Su saldo es el desprecio popular, aunado a que se quedarán sin recursos para cumplir con los fines que les ha ordenado la Constitución, dejándolos —lamentablemente— más vulnerables a intereses ajenos al bien público. Gran trofeo para una clase política que está lejos del pueblo al que deben servir y obedecer; una verdadera gala a la indolencia, la soberbia y la ineficiencia.
@AndresAguileraM