En colaboraciones anteriores hemos comentado que la joven democracia mexicana tiene muchas debilidades que, conforme pasa el tiempo, lastimosamente se incrementa en vez de mejorar. Las sospechas y la desconfianza entre los políticos, ha hecho que el sistema electoral esté conformado por más instituciones, más complejas y enredadas en complejos y rebuscados procedimientos y revisiones. Todos creados, casi ex profeso, para que no haya trampas.
A la par, la apatía social por las cuestiones políticas, han obligado a los partidos a buscar otros medios de difusión y esquemas de mercadotecnia altamente costosos, para hacerse notar y lograr —a modo de compra venta de refrescos— una copiosa participación electoral, a modo de que los grupos y castas de la clase política ocupen posiciones de poder.
Las grandes estructuras burocráticas, las estrategias electorales —principalmente las enfocadas a la manipulación—, entrelazadas en las operaciones de cooptación del voto y las de la movilización de simpatizantes y militantes el día de la elección, aunado a amplios grupos de abogados que conforman los equipos de “defensa jurídica del voto”, hacen que los partidos requieran de grandes cantidades de dinero tanto para lograr los resultados electorales necesarios para preservar su registro, como para obtener el poder político.
Desde esa óptica, la democracia mexicana se resume en un grande y costoso aparato burocrático, que se dedica a vender personajes como si fueran refrescos, amén de que éstos puedan ocupar carteras públicas y, con ello, logren cumplir con los compromisos económicos adquiridos a lo largo de la “campaña electoral”, al tiempo que utilizan la influencia y poder de los encargos para beneficiarse en el camino; se convierte en un complejo círculo vicioso, en el que el poder económico se vuelve el principal actor, dejando a la “voz popular”, los principios e ideales, en último término.
En esta lógica, las campañas políticas se han vuelto un costoso y —a su vez— redituable negocio, que implica la erogación de grandes cantidades de dinero que, evidentemente, los presupuestos oficiales no pueden financiar. Por ello, los partidos buscan financiamiento adicional que, en términos de la legislación vigente, se vuelve ilegal. Todo para conseguir las estrategias de última generación; los mejores equipos para la interacción en las redes sociales; las más acabadas estrategias de imagen y accesibilidad; los mejores artículos promocionales y financiar a operadores territoriales (mercenarios políticos) para así obtener el mayor número de votos y, consecuentemente, las posiciones electorales en disputa.
En esa lógica, el acceso al financiamiento de las campañas políticas a través de la corrupción se vuelve cada vez más común. El tema Odebretch es muestra clara de ello. En Brasil, Perú, Ecuador y —presuntamente— en México, el punto en común es, precisamente, el financiamiento a campañas políticas con dinero proveniente de una empresa extranjera.
En conclusión: mientras las elecciones se definan a través de la mercadotecnia y no por el convencimiento social, el costo de las mismas seguirá encareciéndose, al igual que los penosos casos de corrupción que rodean a las campañas políticas. Debemos tener conciencia que, en la medida en que la democracia sea confundida con mercadotecnia, el dinero será el que se impondrá sobre la libre voluntad de la sociedad.
@AndresAguileraM