Un fenómeno social está ocurriendo en México, mismo que se ha agudizado de forma considerable en los últimos lustros: el incremento del miedo. Hace algunas décadas, finales de los años 80´s, principio de los 90´s, las personas salían con toda tranquilidad de sus hogares. Iban y venían por las calles y carreteras del país de forma tranquila, sin que mediara algún tipo de preocupación. Los atracos eran situaciones
extraordinarias que escandalizaban a la opinión pública; los homicidios, hechos que generaban ignominia y solidarizaban el repudio social; no se digan los salteadores de caminos, retenes ilegales o cualquier hecho de violencia. Era, en otras palabras, otro México, otra condición, otra circunstancia.
A 20 años de distancia, la tranquilidad y seguridad de las personas, ha dado un vuelco de 180 grados. La mayoría de la gente, independientemente de su lugar de residencia, tiene miedo de salir a las calles y de convivir con personas ajenas a sus círculos íntimos o familiares. El temor por ser víctimas de algún delito, desgraciadamente, ahora se ha vuelto una tónica generalizada.
Los niños ya no salen a las calles a jugar, la mayoría viven sus vidas a través de la televisión y el internet, y cuando lo llegan a hacer, es con el resguardo infranqueable de los padres; que los vuelven prisioneros innegables de los temores de los adultos que los cuidan. Los adultos, al salir con miedo, se vuelven —de igual manera— prisioneros de sus temores. La paranoia se apodera del actuar; la gente interactúa desconfiada, temerosa y recelosa de sus congéneres. Ya nadie se siente seguro, el miedo se apodera de las conciencias. La paranoia a ser víctimas es una constante en la gente y ello trunca, innegablemente, su desarrollo y plenitud.
Las condiciones de inseguridad preponderantes en el país; la presencia de grupos delincuenciales con un gran poder de fuego; el incremento de la presencia de criminales de poca monta, reconocidos en las calles, aunados a la incapacidad de la autoridad por abatir la sensación de impunidad prevaleciente en la sociedad, hacen que el miedo crezca de formas poco antes conocidas en el país.
La sensación de seguridad es prácticamente nula. Quizá algunas poblaciones se encuentran abstraídas de este mal, pero son las menos. Las grandes urbes del país padecen, ciertamente, de este temor constante, pues todas ellas han padecido, en mayor o menor medida, los embates de una delincuencia inmisericorde e indolente.
El Estado ha dado una respuesta que —por decir lo menos— ha sido más reactiva que preventiva. Ha preponderado el uso de la fuerza sobre otras estrategias y ello ha traído como consecuencia que la violencia se incremente en el territorio nacional. Los grupos delincuenciales reaccionan con virulencia; repudian a las fuerzas del orden con un poder de fuego sólo observado por los más feroces terroristas de la historia del mundo y aquí los seguimos tratando como delincuentes ordinarios.
Es momento de pensar que el miedo de la gente está justificado y, como tal, el Estado debe actuar para regresarle la tranquilidad a todos estos mexicanos que hoy salen de sus casas con el temor de no volver a ver a sus seres queridos. ¿No será momento en voltear a ver la legislación penal y establecer un marco sancionatorio adecuado para una situación de esta naturaleza? Será necesario que las autoridades revisen a profundidad esta situación para recobrar la tranquilidad de las personas.
@AndresAguileraM