Ayer martes, observé —aterrado— un video que recibí ya muy entrada la noche. En el se observa a personajes fuertemente armados, descendiendo de vehículos pick-up, al parecer en busca de “alguien”. Eran 32 sujetos que se encontraban en las
calles limítrofes de una zona residencial y un barrio popular en Naucalpan, Estado de México; a menos de 10 kilómetros del Centro Histórico de la Ciudad de México.
En el video se escuchan voces, presumiblemente de personal del C4 del Estado de México, que reseñan horrorizados los sucesos de los que son testigos, mientras que disciernen sobre el envío de personal policiaco al punto donde están ocurriendo los hechos. Definen que mejor no deben mandarlos, pues —seguramente— serían asesinados. Las personas en él se distinguen por portar subametralladoras, algunas de ellas conocidas como “cuernos de chivo”, y todos, con gorras que impiden una posible identificación. Se mueven con absoluta libertad, ingresan a una vivienda salen rápidamente, detienen a un taxista que estaba circulando, se hacen de palabras con “alguien” que estaba adentro del mismo, y después emprenden la huida. Salen enfilados los ocho vehículos y se aprecia que, en cada uno de ellos, van dos hombres, visiblemente armados, de pie en la caja de carga tal y como lo hacen los elementos castrenses o policiales.
Esta escena que les reseño —que pareciera abstraída de una película de la década de los ochentas donde, en poblados desolados de la frontera, “los malos” andaban en busca de los hermanos Mario y Fernando Almada— sucedió hace apenas un par de días y en una de las zonas más pobladas de la zona conurbada de la Ciudad de México.
Es increíble el nivel de descomposición que hemos alcanzado como sociedad, pero más insólito es la indolencia con la que se está tomando el tema de seguridad por parte de las autoridades del Estado Mexicano. Durante prácticamente seis años, las autoridades de la Ciudad de México negaron la presencia del crimen organizado en su territorio, mientras que, en las inmediaciones de la zona conurbada, aparecían cadáveres con narco mensajes y, más recientemente, en la avenida de los Insurgentes, aparecieron pedazos de cuerpos en el puente de Nonoalco, dejando al descubierto una verdad que sólo la autoridad no reconocía: la presencia de bandas y cárteles del crimen organizado que se disputaban, inmisericordes, el territorio de la capital de la República. Ahora aparecen convoyes de presuntos sicarios que circulan impunes en las calles de Naucalpan, fuertemente armados, sin que exista algún tipo de autoridad que inhiba este tipo de sucesos.
La situación de seguridad pública en México es un tema sumamente complicado. Estoy consciente que no tiene una solución pronta, pues requiere de estrategias y acciones conjuntas para hacer que las comunidades del país vuelvan pronto a la normalidad. Sin embargo, no creo que, minimizando el problema a cuestiones meramente presupuestales o de implementación de programas sociales o —quizá— de imponer ejemplos, este tema llegue a una pronta resolución. Por el contrario, hoy veo con mucha preocupación que no ha existido una política pública encaminada a —siquiera— iniciar una acción contundente en este plano. Los gobiernos tienen la obligación primigenia de brindarnos seguridad, sin embargo, no vemos que esto haya ocurrido y —peor— no veo como va a ocurrir en el futuro.