Las celebraciones de fin de año y el arribo de uno nuevo, son momentos propicios no sólo para la celebración, el
goce y la alegría; sino también para la reflexión, el recuento de lo vivido y lo que falta por hacer. Muchos —si no es que la gran mayoría— nos inunda el deseo casi mágico por conseguir la perfección durante el ciclo que habrá de comenzar. Eso es la esperanza, lo que permite a los seres humanos seguir adelante, pese a lo adverso, brumoso y sinuoso que se presente el porvenir. Ese deseo inagotable por lograr la plena felicidad, es lo que caracteriza a la mayoría de las personas cuando asumen —como dogma—, por convencimiento y razón, haber logrado concluir un ciclo e iniciar otro que será mejor que el anterior.
Ciertamente, esta es una condición propia de los seres humanos. Lo vivido, tanto bueno como malo, son experiencias que forman parte del camino andado y siempre se conserva el deseo por mejorar. Siempre comenzar algo nuevo implica superación; un peldaño —nada despreciable— hacia la mejora continua. Es la siembra previa a la cosecha; la experiencia que precede al éxito; la obscuridad que antecede al amanecer.
Sin embargo, este cierre–comienzo de ciclos, por lo general están revestidos de una situación que —al menos en lo personal— suele ser constante: considerar que todo lo vivido con anterioridad dejó de ser, de estar latente o ser útil para lo nuevo que estamos por comenzar.
En México acabamos de atravesar por un proceso histórico: la transformación pacífica del régimen. Mediante una copiosa votación, una fuerza política obtuvo tanto la titularidad del Ejecutivo Federal como la mayoría, casi absoluta, en el parlamento mexicano. Por mandato popular, hoy tienen el poder para realizar todo aquello que ofrecieron en campaña. No hay impedimento legal o político para ello, pues la oposición a su proyecto, fue reducida a su mínima expresión. Es su momento. Estamos en el inicio del ciclo y las expectativas y añoranzas de —por lo menos— 30 millones de mexicanos están de su lado y, como buen ciclo, por novedoso, trae consigo tanto la esperanza dogmática de bienestar como el desprecio sistemático por todo lo anterior.
Sin embargo, como en todos los procesos cíclicos, sobre todo aquellos embelesados por la embriaguez de la esperanza, la realidad se encarga, sin mucha diplomacia, de recordar que nada es totalmente nuevo y que no existe tal cosa como el “borrón y cuenta nueva”. México es un país con una problemática compleja, inmerso en graves problemas de desigualdad que, en mucho, atizan de forma permanente, la conflictiva social. La violencia, la corrupción y la delincuencia organizada siguen siendo parte de la vida de la sociedad mexicana. Para estos cánceres no ha habido cierres de ciclos, pues no hay redención o transformación política que alcance para abdicar de sus funestas pretensiones e intereses. La pobreza sigue existiendo, pues no hay artilugio mágico ni programa asistencialista que la abata de forma contundente y mágica. En síntesis: los graves problemas nacionales se mantienen, pese a la nueva conformación de las instituciones del Estado o la simple asunción de alguien a un puesto o posición política.
Comenzar un ciclo implica aceptar que forma parte de una cadena de sucesos y éstos tienen orígenes distintos al simple culto a la personalidad, por ello, su solución requiere de acciones que van más allá de la arenga en plaza pública o la consulta a mano alzada. Se requiere de contundencia y responsabilidad moral y política para hacer uso de las instituciones del Estado verdaderamente en pro de la gente y no para atizar las esperanzas en revanchismos y acciones de relumbrón públicos.
@AndresAguileraM