Tras largos años en los que el sistema penal fue utilizado como una
herramienta de represión social, en el que el Estado y sus actores tenían mando, razón y poder omnímodo sobre él; su humanización se volvió prioridad para la mayoría de las naciones del orbe. Estudiosos del derecho; filósofos y líderes sociales pugnaron, durante décadas, por instituir un sistema justo, en el que tanto el acusado como sus acusadores, contaran con garantías suficientes para llevar un proceso equilibrado, en el que un juez, investido de la confianza estatal, con conocimientos de derecho, pudiera resolver, no sólo sobre la culpabilidad del acusado, sino la sanción que le amerite por dicha culpabilidad, basado siempre en los parámetros ordenados por la ley.
Así, el sistema penal ha ido evolucionando, se ser un instrumento represor e inquisitorial, a un procedimiento jurídico-garantista que propicia el orden en la sociedad, al tiempo que proscribe conductas tipificadas como delitos, pues su comisión representa, en sí mismo, una grave ofensa tanto para la colectividad como para quienes sufrieron el agravio directamente, al tiempo que restaura el orden en el complejo social.
Sin embargo, durante toda la vida de las sociedades, existe una realidad que no podemos evitar, que es la sanción que emite la sociedad ante una acusación o señalamiento: la opinión pública.
La opinión pública es un juez despiadado. Basta una acusación, señalamiento o sospecha de haber realizado un hecho socialmente despreciable y la sentencia es dictada casi de inmediato: culpable. Ahí no vale la presunción de inocencia, que es vértice de los sistemas penales modernos; no hay capacidad de defensa del inculpado, pues el veredicto está dado y condenado al escarnio público.
Así es como ha ocurrido a lo largo de la historia moderna. Basta el simple señalamiento y la sanción es prácticamente instantánea; sin defensa ni revisión, sólo la contundencia del rechazo acompañado del dedo flamígero que, inmisericorde, apunta hacia quien fue acusado de haber ofendido, no sólo a una persona, sino a la sociedad entera.
La opinión pública se nutre de información y, hoy en día, ésta se difunde de forma exponencial en comparación con lo que ocurría hace a penas una década. Las redes sociales son un mecanismo sumamente eficaz cuando se trata de comunicar. De este modo, cuando algo se difunde ahí, ya sea un twitter, un mensaje en Facebook; una fotografía en Instagram o un mensaje de Whatsapp, son replicados a una gran velocidad. En menos de una hora, un mensaje puede ser recibido por miles de personas y más cuando se trata de realizar una sanción social hacia una conducta realizada por determinado individuo.
Así, la vida, honor y modo de subsistencia de una persona puede ser —y es— cuestionado por una sociedad entera, ante una acusación —fundada o no— lo que implica una sanción casi inmediata del complejo social. Ello, muchas veces difundido y promovido por los mismos que exigen un sistema penal garantista y políticamente correcto. Así las cosas. Así los hechos.
@AndresAguileraM