En muchos casos, el gran drama nacional deviene de la imposición de visiones unipersonales sobre el destino del país. Los ejemplos históricos sobran. Desde Agustín de Iturbide, pasando por la sociedad fluctuante, llegando a los gobiernos post revolucionarios, siempre fue la visión —o
interpretación— de lo "que debía ser el país" la que nos ha conducido a la inestabilidad, aunado a la falta de una visión integral con respecto a las necesidades reales de la población y los pasos a seguir para conseguirlos.
Ciertamente —y como decía un «clásico»— "ningún presidente se despierta pensando ‘como joder a México’", y es lógico suponerlo nadie tiene una aspiración de servicio tan alta sin tener como objetivo hacer algo para mejorar la situación del país; sin embargo la desesperación por hacer cambios rápidos, perceptibles y políticamente redituables, los llevan a tomar decisiones apresuradas, producto más de la presión y de la resolución pronta de situaciones y conflictos, que de un proceso de reflexión y planeación que prevea escenarios y contingencias para ser resueltas en el proceso.
En esa tónica, la obligación establecida en el artículo 26 de nuestra Constitución Política, de contar con un Plan Nacional de Desarrollo, en el que se enmarquen los fines calculables y medibles, para poder cumplir con los objetivos planteados que —por cierto— deben ser coincidentes con las ofertas y compromisos asumidos durante las contiendas electorales, cobra especial relevancia, sobre todo en estos tiempos en los que el desencanto y la desilusión del sistema democrático pareciera imponerse en el inconsciente de la gente que hoy, lamentablemente, se siente abandonada ante una asolada de infortunios y calamidades —como las diversas crisis producidas por la COVID-19– que han afectado profundamente el tejido social, la economía y hasta la seguridad pública.
El sistema de planeación impera establecer situaciones que pueden ser realizadas en un tiempo determinado —generalmente un sexenio— para poder cumplir con ofrecimientos políticos. Así, las ofertas reiteradas y recurrentes en las campañas presidenciales como son: la reducción a la pobreza, generar mayores empleos y el crecimiento económico, cuentan con mecanismos e instituciones creadas ex profeso para brindar información precisa y confiable sobre estos rubros, como son el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), al tiempo que evalúan y califican los avances en dichas materias.
Hoy por hoy estas instituciones cuentan con gran legitimidad, pues su función es meramente técnica y desempeñada con gran rigor científico, ajeno a cualquier visión político-partidista, cuya finalidad es exclusivamente brindar datos para la toma de decisiones de las instituciones encargadas de cumplir con el Plan Nacional de Desarrollo que no son otras más que las instancias gubernamentales.
El dejar de lado la planeación democrática a la que obliga la Constitución es uno de los grandes problemas para lograr el bienestar general. Su cumplimiento no es un mero requisito, por el contrario, debiera ser la piedra angular para la ejecución de políticas públicas y, en general, del ejercicio del gobierno. Por ello, es imperativo rescatar este sistema para poder hacer una evaluación real —y no politizada— de las administraciones públicas y, de este modo, que la sociedad tenga elementos —objetivos y reales— para refrendar o retirar a los grupos políticos del poder del Estado.
@AndresAguileraM